Nos pasamos
la vida entera en pos de una agradecida y variopinta fortuna, confiando en un
golpe de suerte de esa diosa que tanta felicidad y gozo terrenal suele aportar
a quienes elige como destinatarios de su deseado y venturoso legado, siempre
bienvenido, siempre portador de las buenas noticias que la buena estrella se
encarga de llenar de contenido, con una esperanza de bienestar y seguridad que
acompaña indefectiblemente a quien tiene la dicha y la satisfacción de lograrla.
Al mismo
tiempo perseguimos con auténtica y férrea decisión, que la salud nos respete,
que las enfermedades huyan de nosotros y que el amor nos toque en suerte, de
lleno, plena y certeramente, que las flechas de Cupido no nos sean esquivas,
que nos alcancen plena y dichosamente, para de esta forma completar la terna
archisabida de salud, dinero y amor, a la que todos aspiramos, y que se
completa con un buen trabajo y un
entorno familiar estable y feliz.
Pero hay algo
más en la vida de una persona con la que se completa y cierra el círculo de su
existencia, algo tan humanamente necesario y agradecido como es el valor de una
amistad profunda y sincera, mantenida y conservada con anhelo y dedicación a lo
largo de muchos años, de toda una vida.
Pero sucede a
veces, que una amistad vivida intensamente durante apenas unos pocos años, se
ve interrumpida durante largo tiempo, demasiado, para retornar después de un
involuntario e inevitable silencio, como consecuencia de una separación física,
puramente geográfica, que sin embargo pone de por medio todo un mundo, toda una
injusta e insalvable distancia.
Es entonces cuando
el reencuentro se convierte en una auténtica fortuna más de la vida, al
comprobar que los sentimientos de amistad no se han perdido, no han
desaparecido, sino que continúan presentes, como si en lugar de cuatro décadas,
hubieran pasado apenas cuatro días, cinco a lo sumo, los mismos, los
necesarios, los suficientes para deletrear la entrañable, tierna y agradecida palabra,
amigo.
Algún poso debió
quedar de aquella entrañable amistad, para retomarla de nuevo con tanta fluidez,
con esa naturalidad y sana espontaneidad que regala la verdadera y sincera
amistad vivida durante tan corto período de tiempo, apenas tres o cuatro cortos
años, en un tiempo difícil, tiempo de hierro y ausencia de libertades, vividos
con intensa y desbordante alegría, de cánticos, proclamas y desafíos
libertarios.
Es por ello
que al retomar de nuevo aquella venturosa amistad, la emoción embarga a quién
tiene la alegría y la dicha de renovarla, de continuar con aquella hermosa experiencia
detenida en el tiempo, mantenida en suspenso, en espera, como si fuera una
prueba más que el destino impone, como un desafío, como una palpable
demostración de auténtica y sincera amistad.
Y así, los
recuerdos se agolpan unos tras otros, precipitándose en un desenfrenado e
interminable ejercicio de una evocadora memoria que se esfuerza por recuperar y
traer al presente aquel pasado, tan lejano en el tiempo, que hemos rescatado y
reducido a su mínima expresión.
Y ahora nos
sentamos ante unos Riberas del Duero, por cuyas parajes cubiertos de viñedos
tantas veces pasamos, tantas veces recorrimos y en tantas ocasiones
disfrutamos, viajando por unos campos de Castilla y Léon tan agradecidos, tan
solícitos y tan cantados por quienes llevábamos a sus gentes, la nueva de una
libertad que presagiábamos estaba por venir, con aires de jotas unas veces y
otras con versos de los poetas eternos de una España sumida en un silencio a
punto de estallar en un grito de libertad.
Años perdidos
en el tiempo, pero recuperados en un instante, por quienes retoman de nuevo una
amistad que creían cercenada por el paso de los años. Comprobar que no ha sido
así, que el tiempo no ha podido borrar los sentimientos de una verdadera amistad
donde los recuerdos afloran rápida y vertiginosamente, es toda una fortuna más
que nos brinda la vida. Bienvenido de nuevo, amigo.
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