jueves, 12 de febrero de 2015

LOS AÑOS PERDIDOS

Nos pasamos la vida entera en pos de una agradecida y variopinta fortuna, confiando en un golpe de suerte de esa diosa que tanta felicidad y gozo terrenal suele aportar a quienes elige como destinatarios de su deseado y venturoso legado, siempre bienvenido, siempre portador de las buenas noticias que la buena estrella se encarga de llenar de contenido, con una esperanza de bienestar y seguridad que acompaña indefectiblemente a quien tiene la dicha y la satisfacción de lograrla.
Al mismo tiempo perseguimos con auténtica y férrea decisión, que la salud nos respete, que las enfermedades huyan de nosotros y que el amor nos toque en suerte, de lleno, plena y certeramente, que las flechas de Cupido no nos sean esquivas, que nos alcancen plena y dichosamente, para de esta forma completar la terna archisabida de salud, dinero y amor, a la que todos aspiramos, y que se completa con un buen trabajo y  un entorno familiar estable y feliz.
Pero hay algo más en la vida de una persona con la que se completa y cierra el círculo de su existencia, algo tan humanamente necesario y agradecido como es el valor de una amistad profunda y sincera, mantenida y conservada con anhelo y dedicación a lo largo de muchos años, de toda una vida.
Pero sucede a veces, que una amistad vivida intensamente durante apenas unos pocos años, se ve interrumpida durante largo tiempo, demasiado, para retornar después de un involuntario e inevitable silencio, como consecuencia de una separación física, puramente geográfica, que sin embargo pone de por medio todo un mundo, toda una injusta e insalvable distancia.
Es entonces cuando el reencuentro se convierte en una auténtica fortuna más de la vida, al comprobar que los sentimientos de amistad no se han perdido, no han desaparecido, sino que continúan presentes, como si en lugar de cuatro décadas, hubieran pasado apenas cuatro días, cinco a lo sumo, los mismos, los necesarios, los suficientes para deletrear la entrañable, tierna y agradecida palabra, amigo.
Algún poso debió quedar de aquella entrañable amistad, para retomarla de nuevo con tanta fluidez, con esa naturalidad y sana espontaneidad que regala la verdadera y sincera amistad vivida durante tan corto período de tiempo, apenas tres o cuatro cortos años, en un tiempo difícil, tiempo de hierro y ausencia de libertades, vividos con intensa y desbordante alegría, de cánticos, proclamas y desafíos libertarios.
Es por ello que al retomar de nuevo aquella venturosa amistad, la emoción embarga a quién tiene la alegría y la dicha de renovarla, de continuar con aquella hermosa experiencia detenida en el tiempo, mantenida en suspenso, en espera, como si fuera una prueba más que el destino impone, como un desafío, como una palpable demostración de auténtica y sincera amistad.
Y así, los recuerdos se agolpan unos tras otros, precipitándose en un desenfrenado e interminable ejercicio de una evocadora memoria que se esfuerza por recuperar y traer al presente aquel pasado, tan lejano en el tiempo, que hemos rescatado y reducido a su mínima expresión.
Y ahora nos sentamos ante unos Riberas del Duero, por cuyas parajes cubiertos de viñedos tantas veces pasamos, tantas veces recorrimos y en tantas ocasiones disfrutamos, viajando por unos campos de Castilla y Léon tan agradecidos, tan solícitos y tan cantados por quienes llevábamos a sus gentes, la nueva de una libertad que presagiábamos estaba por venir, con aires de jotas unas veces y otras con versos de los poetas eternos de una España sumida en un silencio a punto de estallar en un grito de libertad.
Años perdidos en el tiempo, pero recuperados en un instante, por quienes retoman de nuevo una amistad que creían cercenada por el paso de los años. Comprobar que no ha sido así, que el tiempo no ha podido borrar los sentimientos de una verdadera amistad donde los recuerdos afloran rápida y vertiginosamente, es toda una fortuna más que nos brinda la vida. Bienvenido de nuevo, amigo.

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