viernes, 6 de febrero de 2015

MAGIA Y PRODIGIO DEL ACUEDUCTO

Éramos tan insultantemente jóvenes en aquellos remotos tiempos, que quizás por ello cabe aplicarnos la eximente de la ligereza y la despreocupación propia de la inexperiencia y la inconsciencia con que la juventud suele tomarse determinados acontecimientos y hechos vividos durante esa irrepetible fase de la vida, que no obstante quedan grabados en una mente, que pese a todas las inconveniencias, es capaz de absorber y almacenar poderosa, cristalina y diáfanamente, cuanto sucede a su alrededor.
Más adelante, y con la perspectiva del tiempo pasado tiendes a volver la vista atrás de vez en cuando, y sueles añorar aquellos dichosos tiempos, recordando cuanto de felices tuvieron, pues es de todos sabido que el cerebro tiende a recordar tanto más, cuanto más satisfactorio y agradable alberga del inmenso bagaje de vida que ha ido acumulando, en un comprensible acto de aceptación y afirmación de uno mismo y de un afán por la búsqueda de un futuro feliz y esperanzador en el que confía plenamente.
Es entonces cuando descubres lo afortunado que fuiste en aquellos tiempos en los que tuviste la inmensa suerte de vivir durante unos años en un lugar privilegiado, de cuya magia no eras consciente, que no valorabas en su debida medida, rodeado de delicados y bellos tesoros en forma de espléndido y hermoso arte, que sin tú apreciarlo, regalaban tus ojos cada día, que tocabas con tus manos y que recorrías con tu vista una y otra vez, en un envidiable acto de un inconsciente disfrute, que ahora revives con delectación.
Estudiaba entonces en Segovia, hermosa y majestuosa ciudad que siempre tengo presente en mis mejores y agradables recuerdos. Tuve la suerte de vivir durante unos años en una deliciosa pensión, regentada por una delicada y simpática señora, Fuencisla, bondadosa y exquisita en el trato y cuidado de sus pupilos y de la que todo son buenos recuerdos. En paz y gracia de Dios, nos decía cuando le abonábamos el importe del mes, mientras exhibía una sutil y sincera sonrisa.
El enclave de la misma, que hoy no paro de descubrir con grata sorpresa, se hallaba en una placita donde también se encontraba el antiguo instituto, dónde enseñó Antonio Machado y estudió María Zambrano. La ubicación de la pensión, gozaba de tan afortunada situación, que bastaba salir al balcón de mi habitación para disfrutar de una visión que aún hoy, después de tantos años, me sigue sobrecogiendo agradablemente por su maravillosa y portentosa belleza, armonía y envidiable verticalidad milenaria: El Acueducto.
Casi podía tocarlo con las manos. Apenas unas decenas de metros me separaban de él, de sus gráciles, soberbios y serenos sillares, que conforman sus esbeltos arcos de noble y granítica piedra. Un privilegio que hoy me parece toda una inmensa regalía, una suerte, un honor y una auténtica prerrogativa que entonces era incapaz de captar y que hoy disfruto cada vez que lo recuerdo, cada momento que lo recreo, y sobre todo, cada vez que embelesado y profundamente admirado los contemplo cuando tengo la suerte de retornar a Segovia.
Invirtiendo la flecha del tiempo, que inevitablemente siempre se dirige hacia adelante, vuelvo la vista atrás, a mis primeros años en Segovia, cuando con el Seiscientos de mi padre cruzábamos el imponente Acueducto por los arcos centrales, como lo hacía el resto de la circulación que no estaba sometido a ninguna restricción, algo que hoy nos parece imposible y que entonces era habitual. Por encima discurría el agua y por debajo pasaba el vino, nos decían.
Hoy esta bellísima joya que nunca me cansaré de elogiar, es mimada y cuidada como merece. Toda Segovia es un hermosísimo canto a la belleza y al deleite que depara el arte. El Acueducto, izado por el diablo en una noche, según la leyenda que afirma que este malvado personaje llegó a un acuerdo con una criada que tenía que bajar a por agua todos los días – a cambio de su inmortal alma - es su máximo exponente y el emblema más representativo de Segovia.
Me sigue sobrecogiendo su aparente fragilidad y su majestuosa estampa, herencia de la Roma Eterna, que sin gozar de los contrafuertes y arbotantes que embellecen la hermosa Catedral, mantiene orgulloso y desafiante su prodigiosa y heroica verticalidad. Prodigio y magia de nuestra hermosa ciudad.

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