No destacan
estos tiempos que vivimos por denotar un fervoroso respeto hacia casi nada en
general, ya sean hechos actuales, acontecimientos históricos o cuando a
personas se refiere. Tal parece que se ha perdido en educación, lo que se ha
ganado en progreso y tecnología, dejando de lado algo tan preciso y precioso
como es la admiración y la consideración hacia quienes dedican su tiempo y su vida
a una profesión antaño valorada y respetada, tanto por padres como por alumnos,
por una sociedad que dejaba en manos de los docentes, de los profesores, de los
maestros en suma, toda la responsabilidad y toda la confianza depositada en
ellos, sin el menor atisbo de duda, con una absoluta tranquilidad, que denotaba
una franca seguridad mutua que redundaba en beneficio de todos.
Esto suponía de hecho un gesto, mediante el
cual se les concedía el seguro y libre desempeño de sus funciones, que podían
llevar a cabo con toda la libertad que dicha consideración les otorgaba, y que
en el presente, y desde hace ya demasiado tiempo, parece haber desaparecido, sumido
en la desconfianza, la duda, y la continua puesta en cuestión de unos
enseñantes, que ven así coartada su libertad de acción, merced a la excesiva
intromisión de demasiados actores extraños a la enseñanza, necesitada de menos
cambios legislativos, más autoridad a cargo del profesor y una serena y relajada
actitud por parte de un alumnado, carente en gran medida de la disciplina necesaria,
no siempre bien entendida por los padres, para que de esta forma y con estas
premisas pueda llevarse a cabo su formación con plenas garantías.
Si a esta
situación nada halagüeña, añadimos el hecho de que tanto profesores como alumnos
soportan un sistema anárquico, donde el gobierno de turno tiende a cambiar las
reglas del anterior ejecutivo, el resultado es desesperanzador a la par que insufrible
para todos, que ven así cómo se llevan a cabo cambios continuos y permanentes,
sin objetividad alguna, sin consultas previas a quienes más y mejor podrían
asesorar sobre su conveniencia, es decir, los enseñantes, y en todo caso, si se
han de llevar a cabo, serían ellos, quienes por su condición de actores
protagonistas de la enseñanza, quienes mejor y con más autoridad podrían informar,
ayudar y colaborar en los cambios a que hubiere lugar.
Constituye
un auténtico despropósito el incesante cúmulo de cambios legislativos,
pedagógicos y metodológicos, que apenas se mantienen unos pocos años, y que
consiguen que los docentes continúen sintiéndose permanentemente frustrados,
limitados permanentemente en su importante y decisiva función de director y
gestor de su clase, sin interferencias de ningún tipo, donde se siente
utilizado por una sociedad que ni siquiera reconoce su labor, y donde el
profesor no tiene ni poder ni autorización para cambiar nada, lo que repercute
en un conformismo inercial, por insatisfacción y hartazgo, pese a sus buenas
intenciones.
Los alumnos también
son víctimas de este absurdo que ya dura demasiado, y que no tiene perspectivas
de cambiar, en unas aulas donde el progreso lento ya de por sí, se ve
ralentizado más aún por los problemas que crea una integración no siempre bien
gestionada, que a veces entorpece más que resuelve los múltiples problemas que
afectan a una educación que nos coloca a la cola de Europa en cuanto a
resultados se refiere.
Tiempos
aquellos, a los que ni es posible ni necesario volver, pertenecientes a los
tiempos en los que yo comencé mi labor de enseñante, hace ya demasiados años,
por escuelas rurales de pueblos de Segovia, donde tanto el profesor como su labor, eran considerados y
reverenciados, quizás incluso en extremo, lo que repercutía en una actitud por
parte de padres y alumnos, que muchos hoy calificarían de absurdos, otros de
ridículos y los más de anacrónicos, cuando al maestro se le saludaba con
inmenso respeto a su paso por las calles del pueblo, y dónde de los niños le
mostraban una devoción que no era sumisión, sino respeto que los padres les
inculcaban en el seno de la familia, y que mostraban tanto fuera del aula como
dentro de la escuela, dónde cada día le recibían con un sonoro y respetuoso,
buenos días señor maestro.
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