Que el hábito no hace al monje,
es una sentencia, un refrán, que pese a su popularidad, no es muy tenido en
cuenta, pese a la meridiana claridad de su intención y de su cristalino propósito,
y menos aún tomado en consideración, sobre todo en determinados ámbitos, donde
las formas, las buenas maneras, la imagen personal en definitiva, suele ser
crucial y a menudo resulta definitiva y resolutoria para lograr los fines que
se persiguen.
Estos, dependen en gran medida
del hábito del susodicho fraile, independientemente de lo que bajo él se
pudiese encontrar, de lo que albergue y oculten dichos ropajes, lo que
presupone que prevalece el continente sobre el contenido, las maneras externas
sobre la esencia interna, la estética sobre la ética, y en definitiva, las
formas sobre el contenido.
Cuando éramos pequeños, los
domingos, y demás días señalados, bien festivos, bien días de las clásicas
fiesta de los pueblos, nuestras madres nos vestían para tan celebrada ocasión
con nuestras mejores galas, de tal manera, que en la iglesia, donde todo el
pueblo se reencontraba en tan señalado día, una nueva y cegadora luz parecía
inundar su única y románica nave.
Llena a rebosar, incluida la
tribuna, el templo lucía cargado de un deslumbrante y desacostumbrado colorido
de ropajes, vestidos y peinados, limpios y relucientes los zapatos, cuyo brillo
denotaba un esforzado, denodado y hábil trabajo con el betún y la gamuza, a
cargo de nuestra madre, así como de un persistente y penetrante aroma a una
fuerte y sugerente colonia, reconocible a distancia, más efectiva por la
cantidad empleada, que por su calidad, pero que era algo así como la seña de
identidad del festivo domingo.
Todo ello no era habitual los
días laborables, en los que el cura y los monaguillos, con la única compañía de
unos pocos y beatos feligreses, vestidos ya con las ropas sencillas de diario, gente
mayor que no trabajaba en el campo – las mujeres se ocupaban no sólo de las
faenas domésticas, sino que iban a la par con los hombres en la labranza - y
que eran asiduos a las misas que entonces eran diarias.
Completaban este cuadro de
asistencia al diario culto, la sempiterna, callada y estática asistencia de las
imágenes de crucifijos, cristos, vírgenes y santos en sus tronos y altares que
ocupaban las paredes de la nave, y que así completaban el auditorio, tras el
cura, ocupado en sus latines, que eran respondidos en la misma lengua por
monaguillos y feligreses, en una ceremonia idéntica día tras día en la iglesia
parroquial.
Y de esta manera, se iban
sucediendo los días, los meses, las estaciones y los años, con sus días, anodinos
y rutinarios unos, los laborables, y alegres e imprevisibles otros, los
festivos, durante los cuales el popular dicho que da título a estas líneas
cobraba todo su sentido, pero con un matiz diferenciador importante, pues nadie
pretendía ser quien no era, ni intentaba conseguir ninguna prebenda ni
beneficio por ello.
Todo consistía en disfrutar por
un día a la semana de todo aquello que les era negado el resto de los días, de
una manera ingenua, fresca, desenfada y natural, basado en cambiar de aspecto
externo, luciendo para ello unos sencillos atuendos, diferentes al resto de los
días, en un afán que no consistía en destacar ni en aparentar por encima de los
demás – aunque de todo había - sino de satisfacer una necesidad elementalmente
humana como sentirse a gusto y diferente de vez en cuando.
Algo muy lejano en todos los
órdenes a lo hasta ahora expuesto, es lo que actualmente observamos en los
políticos, cuando se disfrazan con múltiples hábitos con los que pretenden
mudar su condición de interesados de este oficio tan singular, que necesita
cada vez más de una imagen que entre por los ojos de los ciudadanos, de los
cuales dependen para conseguir sus ansiados propósitos.
Cambian continuamente su
aspecto, incluso dentro del mismo día, sin esperar al fin de semana para
vestirse de domingo, en un afán por captar y atrapar el voto por el que
suspiran, que los colocará en la poltrona que persiguen, en una ardua lucha por
aparentar, parecer y simular, quien la mayoría de las veces no son.
Para ello se quitan o se ponen
la corbata, visten de vaqueros, besan a los niños, montan en bicicleta, o
cantan y bailan en un desesperado intento de lucir un hábito que les convierta
en el monje que desean ser durante el tiempo justo y necesario para lograr sus
fines. A veces lo consiguen, a veces logran engañar, pero en la mayoría de las
ocasiones queda en un vano, y a veces absurdo y ridículo intento, que sus
votantes no perdonan. Y es que el hábito, no hace al monje.
Cambian continuamente su
aspecto, incluso dentro del mismo día, sin esperar al fin de semana para
vestirse de domingo, en un afán por captar y atrapar el voto por el que
suspiran, que los colocará en la poltrona que persiguen, en una ardua lucha por
aparentar, parecer y simular, quien la mayoría de las veces no son.
Para ello se quitan o se ponen
la corbata, visten de vaqueros, besan a los niños, montan en bicicleta, o
cantan y bailan en un desesperado intento de lucir un hábito que les convierta
en el monje que desean ser durante el tiempo justo y necesario para lograr sus
fines. A veces lo consiguen, a veces logran engañar, pero en la mayoría de las
ocasiones queda en un vano, y a veces absurdo y ridículo intento, que sus
votantes no perdonan. Y es que el hábito, no hace al monje.
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