jueves, 23 de julio de 2015

EL HÁBITO Y EL MONJE

Que el hábito no hace al monje, es una sentencia, un refrán, que pese a su popularidad, no es muy tenido en cuenta, pese a la meridiana claridad de su intención y de su cristalino propósito, y menos aún tomado en consideración, sobre todo en determinados ámbitos, donde las formas, las buenas maneras, la imagen personal en definitiva, suele ser crucial y a menudo resulta definitiva y resolutoria para lograr los fines que se persiguen.
Estos, dependen en gran medida del hábito del susodicho fraile, independientemente de lo que bajo él se pudiese encontrar, de lo que albergue y oculten dichos ropajes, lo que presupone que prevalece el continente sobre el contenido, las maneras externas sobre la esencia interna, la estética sobre la ética, y en definitiva, las formas sobre el contenido.
Cuando éramos pequeños, los domingos, y demás días señalados, bien festivos, bien días de las clásicas fiesta de los pueblos, nuestras madres nos vestían para tan celebrada ocasión con nuestras mejores galas, de tal manera, que en la iglesia, donde todo el pueblo se reencontraba en tan señalado día, una nueva y cegadora luz parecía inundar su única y románica nave.
Llena a rebosar, incluida la tribuna, el templo lucía cargado de un deslumbrante y desacostumbrado colorido de ropajes, vestidos y peinados, limpios y relucientes los zapatos, cuyo brillo denotaba un esforzado, denodado y hábil trabajo con el betún y la gamuza, a cargo de nuestra madre, así como de un persistente y penetrante aroma a una fuerte y sugerente colonia, reconocible a distancia, más efectiva por la cantidad empleada, que por su calidad, pero que era algo así como la seña de identidad del festivo domingo.
Todo ello no era habitual los días laborables, en los que el cura y los monaguillos, con la única compañía de unos pocos y beatos feligreses, vestidos ya con las ropas sencillas de diario, gente mayor que no trabajaba en el campo – las mujeres se ocupaban no sólo de las faenas domésticas, sino que iban a la par con los hombres en la labranza - y que eran asiduos a las misas que entonces eran diarias.
Completaban este cuadro de asistencia al diario culto, la sempiterna, callada y estática asistencia de las imágenes de crucifijos, cristos, vírgenes y santos en sus tronos y altares que ocupaban las paredes de la nave, y que así completaban el auditorio, tras el cura, ocupado en sus latines, que eran respondidos en la misma lengua por monaguillos y feligreses, en una ceremonia idéntica día tras día en la iglesia parroquial.
Y de esta manera, se iban sucediendo los días, los meses, las estaciones y los años, con sus días, anodinos y rutinarios unos, los laborables, y alegres e imprevisibles otros, los festivos, durante los cuales el popular dicho que da título a estas líneas cobraba todo su sentido, pero con un matiz diferenciador importante, pues nadie pretendía ser quien no era, ni intentaba conseguir ninguna prebenda ni beneficio por ello.
Todo consistía en disfrutar por un día a la semana de todo aquello que les era negado el resto de los días, de una manera ingenua, fresca, desenfada y natural, basado en cambiar de aspecto externo, luciendo para ello unos sencillos atuendos, diferentes al resto de los días, en un afán que no consistía en destacar ni en aparentar por encima de los demás – aunque de todo había - sino de satisfacer una necesidad elementalmente humana como sentirse a gusto y diferente de vez en cuando.
Algo muy lejano en todos los órdenes a lo hasta ahora expuesto, es lo que actualmente observamos en los políticos, cuando se disfrazan con múltiples hábitos con los que pretenden mudar su condición de interesados de este oficio tan singular, que necesita cada vez más de una imagen que entre por los ojos de los ciudadanos, de los cuales dependen para conseguir sus ansiados propósitos.
Cambian continuamente su aspecto, incluso dentro del mismo día, sin esperar al fin de semana para vestirse de domingo, en un afán por captar y atrapar el voto por el que suspiran, que los colocará en la poltrona que persiguen, en una ardua lucha por aparentar, parecer y simular, quien la mayoría de las veces no son.
Para ello se quitan o se ponen la corbata, visten de vaqueros, besan a los niños, montan en bicicleta, o cantan y bailan en un desesperado intento de lucir un hábito que les convierta en el monje que desean ser durante el tiempo justo y necesario para lograr sus fines. A veces lo consiguen, a veces logran engañar, pero en la mayoría de las ocasiones queda en un vano, y a veces absurdo y ridículo intento, que sus votantes no perdonan. Y es que el hábito, no hace al monje.
Cambian continuamente su aspecto, incluso dentro del mismo día, sin esperar al fin de semana para vestirse de domingo, en un afán por captar y atrapar el voto por el que suspiran, que los colocará en la poltrona que persiguen, en una ardua lucha por aparentar, parecer y simular, quien la mayoría de las veces no son.
Para ello se quitan o se ponen la corbata, visten de vaqueros, besan a los niños, montan en bicicleta, o cantan y bailan en un desesperado intento de lucir un hábito que les convierta en el monje que desean ser durante el tiempo justo y necesario para lograr sus fines. A veces lo consiguen, a veces logran engañar, pero en la mayoría de las ocasiones queda en un vano, y a veces absurdo y ridículo intento, que sus votantes no perdonan. Y es que el hábito, no hace al monje.

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