No pretenden estas líneas, no
ya emular, sino tratar de acercarse
mínimamente, ni de lejos, a las hermosas estrofas de Mario Benedetti, cuyo
primer verso, en todas ellas, se corresponde con el texto del titular que
arriba figura, y que componen el vibrante y hermoso poema “defensa de la
alegría”, que el escritor uruguayo compuso, y que constituye un emocionado
canto a la alegría y un bellísimo alegato en pro de un derecho negado a tantos
seres humanos, sobre todo niños, ancianos y desheredados de este Planeta.
Y lo hace con una defensa a
ultranza de la alegría, desenmascarando a cuantos enemigos de la misma pudo
recoger en las líneas que componen sus versos, que no son todos los que
existen, porque el canto no puede ser infinito, como sí lo son sus enconados
rivales, pero donde ninguno sobra, en una delicada y sutil manera de hacer
frente a la tristeza, que por derecho propio se erige desde hostil y
desafiante, en la enemiga directa de esa hermosa capacidad humana de mostrar la
felicidad de vivir.
La defiende del escándalo, de
la rutina, de la miseria, de las pesadillas, de las infamias, de la melancolía,
de los canallas, de los homicidas, del agobio, del óxido, de la roña, de la
pátina del tiempo, de los oportunistas, de los proxenetas de la risa, de Dios,
del invierno, de la muerte, de las lástimas, del azar, de las certezas, de las
mayúsculas, de los apellidos, del relente, de los neutrones, de los neutrales y
también de la alegría.
Una defensa difícil de librar
por parte de quienes son víctimas de tantos antagonistas como esta gozosa capacidad
posee. La mayoría están ahí, en el poema de Benedetti, pero no todas, porque
son innumerables y a veces poco sonoras, ocultas en la más recóndita intimidad
de las gentes que padecen a causa de ellas, y que sufren en completo silencio,
para no darse a conocer, unas veces, y otras para intentar no darles crédito, a
fuerza de evitar que se propaguen por un mundo opulento y jubiloso, que no
soporta la infelicidad.
Un mundo dónde las
desigualdades y las injusticias que ellas procuran son tantas y tan extendidas,
tan formidablemente crueles y tan devastadoramente marginadas, no tiene derecho
a ser un mundo feliz, mientras no ponga remedio a tanto dolor y sufrimiento
como causa, a tanto olvido y tanto abandono.
Pero es incapaz de remediarlo. Se queda muchos
pasos más atrás, en un insuficiente acto de solidaridad vacua e inútil, de
intentar comprender tanto sufrimiento, pero sin compartirlo, mirándolo de lejos
y apartando la vista, girándose para no contemplar lo que no le agrada, lo que
le molesta, lo que hiere una sensibilidad demasiado sutil y exquisita como para
permitir su entrada en los blindados dominios de la miseria.
Si ese mundo feliz y próspero,
se viese obligado cada día de su vida a compartir, o al menos a contemplar de
cerca la triste expresión de millones de niños y ancianos, en los que la
ausencia de una sonrisa en sus rostros es un mazazo brutal y terrible en sus
vidas, quizás la poca dignidad que nos queda, nos obligase a volvernos hacia ellos,
en un acto de humanidad necesaria, que nos congeniase con nosotros mismos.
Tenemos la obligación de defender
la alegría de los más débiles, de aquellos para quienes su disfrute es un lujo,
para aquellos que no se lo pueden permitir, porque cada día es un paso más
hacia la tristeza. Llevarlo a cabo, procurarlo, obligarnos cada día, constituye
una inexcusable y humana obligación.
Así como para quienes se levantan
con una sonrisa dibujada en los labios, para quienes vivimos en ese ampuloso mundo
en el que la sonrisa no es una excepción, sino una regla, una norma, un acto
propio de la condición humana. “Defender la alegría como un derecho /
defenderla de Dios y del invierno / de las mayúsculas y de la muerte / de los
apellidos y las lástimas / del azar / y también de la alegría.
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