jueves, 30 de julio de 2015

DEFENDER LA ALEGRÍA

No pretenden estas líneas, no ya emular, sino tratar  de acercarse mínimamente, ni de lejos, a las hermosas estrofas de Mario Benedetti, cuyo primer verso, en todas ellas, se corresponde con el texto del titular que arriba figura, y que componen el vibrante y hermoso poema “defensa de la alegría”, que el escritor uruguayo compuso, y que constituye un emocionado canto a la alegría y un bellísimo alegato en pro de un derecho negado a tantos seres humanos, sobre todo niños, ancianos y desheredados de este Planeta.
Y lo hace con una defensa a ultranza de la alegría, desenmascarando a cuantos enemigos de la misma pudo recoger en las líneas que componen sus versos, que no son todos los que existen, porque el canto no puede ser infinito, como sí lo son sus enconados rivales, pero donde ninguno sobra, en una delicada y sutil manera de hacer frente a la tristeza, que por derecho propio se erige desde hostil y desafiante, en la enemiga directa de esa hermosa capacidad humana de mostrar la felicidad de vivir.
La defiende del escándalo, de la rutina, de la miseria, de las pesadillas, de las infamias, de la melancolía, de los canallas, de los homicidas, del agobio, del óxido, de la roña, de la pátina del tiempo, de los oportunistas, de los proxenetas de la risa, de Dios, del invierno, de la muerte, de las lástimas, del azar, de las certezas, de las mayúsculas, de los apellidos, del relente, de los neutrones, de los neutrales y también de la alegría.
Una defensa difícil de librar por parte de quienes son víctimas de tantos antagonistas como esta gozosa capacidad posee. La mayoría están ahí, en el poema de Benedetti, pero no todas, porque son innumerables y a veces poco sonoras, ocultas en la más recóndita intimidad de las gentes que padecen a causa de ellas, y que sufren en completo silencio, para no darse a conocer, unas veces, y otras para intentar no darles crédito, a fuerza de evitar que se propaguen por un mundo opulento y jubiloso, que no soporta la infelicidad.
Un mundo dónde las desigualdades y las injusticias que ellas procuran son tantas y tan extendidas, tan formidablemente crueles y tan devastadoramente marginadas, no tiene derecho a ser un mundo feliz, mientras no ponga remedio a tanto dolor y sufrimiento como causa, a tanto olvido y tanto abandono.
Pero  es incapaz de remediarlo. Se queda muchos pasos más atrás, en un insuficiente acto de solidaridad vacua e inútil, de intentar comprender tanto sufrimiento, pero sin compartirlo, mirándolo de lejos y apartando la vista, girándose para no contemplar lo que no le agrada, lo que le molesta, lo que hiere una sensibilidad demasiado sutil y exquisita como para permitir su entrada en los blindados dominios de la miseria.
Si ese mundo feliz y próspero, se viese obligado cada día de su vida a compartir, o al menos a contemplar de cerca la triste expresión de millones de niños y ancianos, en los que la ausencia de una sonrisa en sus rostros es un mazazo brutal y terrible en sus vidas, quizás la poca dignidad que nos queda, nos obligase a volvernos hacia ellos, en un acto de humanidad necesaria, que nos congeniase con nosotros mismos.
Tenemos la obligación de defender la alegría de los más débiles, de aquellos para quienes su disfrute es un lujo, para aquellos que no se lo pueden permitir, porque cada día es un paso más hacia la tristeza. Llevarlo a cabo, procurarlo, obligarnos cada día, constituye una inexcusable y humana obligación.
Así como para quienes se levantan con una sonrisa dibujada en los labios, para quienes vivimos en ese ampuloso mundo en el que la sonrisa no es una excepción, sino una regla, una norma, un acto propio de la condición humana. “Defender la alegría como un derecho / defenderla de Dios y del invierno / de las mayúsculas y de la muerte / de los apellidos y las lástimas / del azar / y también de la alegría.

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