Hay imágenes que nos llegan a
lo más profundo de nuestro ser, que nos hieren y nos impactan con tal fuerza
que nos destrozan el espíritu, el alma para quienes así denominan y creen en
ese lado inmaterial que anima ese prodigio inexplicable que damos en llamar
vida.
Jamás he podido olvidar, y
seguro que sigue en la retina de mucha gente, aquella niña, Omaira, atrapada en
el fango en un pueblo de Colombia, que durante horas permaneció esperando un
inexplicable y tristísimo final que acabó trágicamente, y que pudimos
contemplar y seguir, como si de un espectáculo más se tratara, mientras la
pobre criatura nos hablaba y desfallecía sin que pudieran rescatarla.
Váyanse, decía la pobre niña, y
vuelvan después a recogerme. Cómo olvidar aquella espantosa situación que aún
hoy nos atormenta cuando nos preguntamos por su triste e inexplicable final.
Cómo pudo suceder. Quizás, aquí no hubiera sucedido, quizás aquí con los medios
que disponemos se hubiera salvado. Desolador.
Cómo olvidar la imagen de
aquella niña, Kim Phuc, con el cuerpo lleno de quemaduras por el infame y
salvaje napalm, corriendo desnuda por una carretera de Vietnam. Sus gritos de
dolor, acusarán para siempre a sus crueles autores, y nos atormentarán a los
demás, para siempre, para el resto de nuestras vidas.
El terror que denota la cara de
Kim, en un gesto desencajado y terrible, así como la penosa e insoportable
expresión de angustia y abandono de Omaira en el barro, nos golpea cada día un
subconsciente que como tal, mantiene ocultos estas incontables imágenes y tanta
otras similares.
Emergen de vez en cuando en
nuestra memoria para recordarnos todo el dolor del mundo que en ellas se
esconden y que tienen como protagonistas a los más inocentes e indefensos, a
los niños. Imágenes como éstas nos acusan una y otra vez, sin que paguemos por
ello. Se nos olvidan, de tan acostumbrados como estamos.
La imagen de Aylan, niño Sirio,
de apenas tres años, con su leve cuerpecito tendido en la playa boca abajo, con
las olas mesando apenas su inerte cuerpecito, como si quisieran despertarlo de
un largo sueño, han venido de nuevo a golpear nuestras conciencias.
La imagen difundida por todo el
mundo, primero sólo y abandonado en la arena, después en los desolados brazos
de un soldado, y por último con los medios de comunicación tomando fotos y
vídeos de la desgraciada criatura, deberían bastar para que esta sociedad tan
insensible a todo el dolor y el sufrimiento que este mundo provoca,
desapareciera de un plumazo de la faz de la Tierra.
Ese niño de la playa – también
murieron su madre y su hermano - representa y simboliza, la vil, despiadada y
cruel sociedad que hemos conformado, a nuestra imagen y semejanza, la del
primer, opulento y riquísimo mundo, que ha hecho dejación y olvido del otro,
del que llamamos despectivamente tercer mundo.
De él nos protegemos levantando
vallas, construyendo muros, y erigiendo murallas defensivas, cada vez más
altas, cada vez más resistentes y robustas, más gruesas y más largas, en la
esperanza de que desistan, desesperen y retornen a sus miserables vidas.
Ese niño de la playa, ese
pedacito de vida inerte, es responsabilidad de esta vieja y desagradecida
Europa y de quienes la gobiernan. Pero también lo es de todos, de sus ciudadanos.
Nuestra.
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