Al descender lentamente y
buscar en la memoria almacenada en aquellos primeros peldaños de la
adolescencia, uno recuerda con sorpresa, que llegó a ser un pequeño experto en
la siempre mal denominada fiesta nacional. Pese a mi aversión de siempre a la
misma, no puedo evitar recordar numerosos nombres de toreros de aquella época,
nombres de plazas de las principales ciudades dónde este espectáculo se
desarrollaba con una frecuencia inaudita, detalles de las denominadas suertes,
instrumentos utilizados en la lidia, y otros términos relacionados más o menos
directamente con este espectáculo, que de una desafortunada e inaceptable
manera, algunos han dado en incorporarlo, ni más ni menos que la categoría de
arte.
Las corridas de toros, tenían
lugar con mucha asiduidad en aquella época que cito, teniendo una gran
repercusión en la población, debido al hecho incuestionable para quienes lo
vivimos entonces, de que solían televisar una ingente cantidad de ellas, hasta
el punto de que casi todas las más importantes que tenían lugar en las
principales ferias de la mayoría de las grandes ciudades del País eran
contempladas por una mayoría de la población, ya que la pequeña pantalla, que empezaba
por entonces a hacerse presente en los hogares españoles, era objeto de suma
atención y dedicación casi exclusiva de toda la familia.
Eran tiempos en que sólo
existía un canal, con lo que la oferta televisiva se veía reducida al mínimo,
con un abanico de programas tan limitado en el tiempo y en el espacio, que los
toros, el fútbol, y también, por cierto, el boxeo, llenaba en un alto
porcentaje una programación que basaba su oferta en estos espectáculos no siempre
suficientemente edificantes, que cómo no, eran utilizados arteramente por las
instancias oficiales, como una segura y eficaz manera de mantener las mentes
ocupadas, en una dirigida y sistemática maniobra que funcionaba a la
perfección.
Nos pasábamos el tiempo
enganchado a ella, aleladas y obnubiladas nuestras jóvenes mentes, horas y
horas eternas, dispuestos a ver lo que pusieran, ya fueran corridas de toros,
fútbol o boxeo, espectáculos que llenaban gran parte de las horas de emisión, por
lo que nada tiene de extraño que en estas actividades citadas, fuéramos diestros
y concienzudos expertos, fruto de un aprendizaje que llevamos a cabo de una
manera incondicionalmente aceptada.
Podría citar, ya que aún los
retengo en la memoria, numerosos nombres de toreros que poblaban el mundo de la
tauromaquia. Conocía hasta la población de la que eran originarios, y otros
detalles que ahora, pasado tanto tiempo, me resulta inconcebible, al igual que
me conocía a todos los futbolistas, el nombre del estadio de cada equipo, y
otros muchos detalles de ese mundo del fútbol. Lo mismo sucedía con los escasos
pero omnipresentes boxeadores que llenaron toda una época, que lograron ser muy
populares, cuyas peleas retransmitían por televisión con suma frecuencia.
Estoy leyendo un libro sobre el
mundo de los toros. Quien me lo iba a decir a mí, tan refractario y radicalmente
opuesto a todo lo que tenga que ver con la tauromaquia y cuanto concierne,
rodea y versa acerca un espectáculo que me resulta absolutamente insoportable,
a la par que injustificable.
Un amigo, al cual podría calificarlo
certeramente y con toda propiedad, de mi bibliotecario privado, se empeñó en
que tenía que leer un libro sobre este tema. Me negué en rotundo a aceptar
semejante dislate. Ni siquiera quise que me hiciese una breve y extractada
sinopsis del mismo. Pero no tuve más remedio que oírle, que no escucharle, y
recuerdo que apenas se me quedó grabado el título del mismo: Juan Belmonte,
matador de toros. Una biografía sobre dicho torero.
Pese a mi oposición y a que
conoce mi nulo interés por el tema, me lo dejó, e insistió en que lo leyera. Tuve
que prometerle que le echaría un vistazo, más porque dejáramos el tema, que por
propia convicción. Al día siguiente, comencé uno de los libros que me dejó,
pero al ver debajo de éste, el dichoso libro sobre Juan Belmonte, en un acto de
generosidad hacia mi amigo, lo abrí y leí la primera página, después la
segunda, y, confieso, ya no pude parar de leer.
Su autor, Manuel Chaves
Nogales, periodista, que murió muy joven, escribió esta biografía, un auténtico
prodigio del clásico relato amable, fresco y ameno, que suele caracterizarse
por una rara capacidad para atraer al lector y absorberlo completamente, en una
ceremonia de la más agradecida e ilusionada confusión, que envuelve al
afortunado lector en una nube, de la cual logra bajar, solo cuando comprueba
que ha leído ya casi medio libro, y que lo que le queda, le parece muy poco. Tal
es la atracción que sobre él ejerce.
El relato de la infancia, de
los primeros años del torerillo Belmonte, ocupa una importante parte de las
trescientas cincuenta páginas, y constituye una pequeña obra maestra de la
narración. Con un estilo sumamente ágil,
fresco, espontáneo, y vivaz, dotado de un maravilloso y audaz sentido del
humor, logra con este relato narrar los increíblemente duros y difíciles
primeros años de la vida de un muchacho que no vivía más que para los toros.
Disfrutaba toreándolo todo,
como él mismo afirma, ya fueran becerros, vacas, toretes, y cuanto animal más o
menos bravo se le ponía por delante, y que buscaba, junto con otros compañeros
aprendices de toreros, en las tientas, fincas y otros lugares, siempre en plan
furtivo, por la noche, al alba, a cualquier hora, jugándose la vida, y
experimentando un inmenso placer que le absorbía hasta extremos inimaginables,
que asombra y sorprende al ensimismado lector.
Un relato intenso, que no da
descanso a la curiosidad desbordante que va despertando página a página, y que
habla no sólo de un torero que llegó a ser excepcional en su terreno y en su
vida, que ya desde muy pequeño desborda genio, carácter y un sólido
temperamento, hasta el punto que llegó a quitarse la vida, sino de una increíble y sorprendente
Andalucía, de sus gentes, de sus costumbres, y sobre todo de una fiesta
profundamente arraigada en esa tierra, donde los jóvenes, desde la más tierna
infancia, tenían como primordial objetivo, impulsados la mayoría de las veces
por un imperiosa necesidad, llegar a ser una figura del toreo.
Federico García Lorca, en su
Teoría y Juego del Duende, manifestaba que el torero Juan Belmonte, poseía un
Duende Barroco. Duende, un término sobre el que he leído con frecuencia, y que
resulta, según afirman los entendidos, entre ellos Lorca, difícil de entender,
que se tiene o no se tiene, que sólo se siente, y que solamente unos pocos,
como Federico, pudieron llegar a experimentar.
Según nuestro genial poeta,
amante de los toros, él conocía en ese mundo, a gente que poseía ese misterioso
duende, como su entrañable amigo Ignacio Sánchez Mejías. Otro afortunado, que
sin embargo no cita, se llamaba Federico García Lorca, poeta, porque él era el
espíritu del Duende.
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