En algún lugar escuché, o quizás leí, la frase que antecede a esta
primera línea, que hace las veces de título, y que habla por sí sola de las
intenciones que pretende este texto escrito en una de las lenguas romances, que
como tales derivaron del Latín, lengua muerta para algunos, pero que otros
consideramos muy viva, no sólo porque siga utilizándose en notaciones
científicas, culturales e históricas, sino porque es y será para siempre, la
lengua origen y madre de numerosos e importantes idiomas vigentes en la
actualidad.
Dichas lenguas Romances, como el castellano, el galaico-portugués, el
catalán, valenciano, mallorquín, francés, rumano e italiano proceden del latín
que los romanos denominaban vulgar, que el pueblo llano hablaba en su
cotidianos quehacer.
El Latín culto, académico, únicamente era usado por los escritores y
oradores de más alto nivel cultural en el Imperio Romano, experimentando muchas
influencias regionales, motivado por los usos idiomáticos que los pueblos conquistados
mantenían de las lenguas que hasta entonces hablaban, de la misma manera que el
castellano que llegó a los indígenas en
la conquista de América, sufrió diferentes y variadas influencias.
El castellano nació en las montañas cantábricas con una gran influencia
del euskera (la lengua vasca que posiblemente fuese la lengua de los íberos
que, huyendo de los romanos, se refugiaron tras las montañas cantábricas), el
latín vulgar de aquella zona más las influencias de los vecinos vascos hicieron
del castellano la lengua romance más dura (sonidos más fuertes y secos) entre
las demás lenguas romance, mucho antes de que fuera algo suavizada con la
influencia árabe del siglo VIII al siglo XV y del francés en los siglos XVIII y
XIX.
Y hoy en día, algunos grupos sociales tratan de justificar su entidad
exclusiva y excluyente, utilizando para ello el idioma como símbolo sagrado que
exhiben para afirmar su “elemento diferencial”, llegando incluso hasta extremos
inadmisibles para defenderla, y que llegaron incluso hasta el extremo de
utilizar la violencia como ocurrió en nuestro País hasta fechas muy recientes.
En otros casos blindan su espacio
laboral imponiendo barreras idiomáticas, que en muchas ocasiones resultan
obstáculos insuperables para los trabajadores que desean desarrollar su función
en esos espacios acotados en los que sin el dominio de su lengua las
expectativas de encontrar un trabajo se ven altamente mermadas.
Según la Unesco, el número de lenguas que se hablan en el mundo es de
unas seis mil. Me pregunto con frecuencia si esta riqueza idiomática mundial constituye realmente un
valor en sí mismo, pues el uso de las diferentes lenguas, nos imponen de hecho
una barrera, una muralla que lastra el entendimiento.
Todo ello suele conducir a enfrentamientos, incomprensiones y tensiones
que conducen en innumerables ocasiones a una marginación social, que en estos
tiempos de continuas migraciones, causan dolor y sufrimiento, que se ve
ahondado aún más, por las cortapisas idiomáticas.
Resulta un tanto patético, el hecho de necesitar traductores para
entender el mensaje de los representantes de las
naciones/nacionalidades/realidades nacionales, que se empeñan en defender a
ultranza su lengua, cuando nadie en su sano y culto juicio puede tratar de ir
contra un valor cultural de tanto valor como es una lengua.
Pero Ninguna bandera, ningún himno, ningún idioma, ninguna verdad, pueden
tener la consideración de sagrados. La solidaridad, el entendimiento y la buena
voluntad entre los seres humanos, están muy por encima de todos esos signos que
fanatizan y nublan la mente de quienes los defienden a capa y espada como
valores eternos e inmutables.
Y es que al fin y al cabo, las lenguas citadas, que con tanto afán y
ahínco defendemos, apenas son los restos de un Latín mal hablado. Ya ven que,
en definitiva, no es para tanto. No merece la pena semejantes dislates como se
cometen a la hora de defender a ultranza nuestra lengua. Hagámoslo, pero con la
humildad necesaria.
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