Pasear por una hermosa playa, al
borde mismo del agua que mansamente el mar conduce hasta la cálida y suave
arena, es uno de los más sencillos y agradecidos placeres que pueden
disfrutarse por la mañana, pronto, bajo un incipiente sol que apenas despunta
en el horizonte.
Son esos inolvidables momentos a
recordar, que todos los días nos regala la naturaleza marina, plenos de una
tranquila y relajante paz que todo lo invade, y que preceden a la vorágine que
comenzará después, cuando las oleadas de los durmientes veraneantes despierten
de su letargo estival, y cruzando el paseo marítimo, solitario hasta entonces,
se dirijan a la playa a la caza de la primera línea, como si de una competición
se tratase.
A partir de ese momento, la pacífica
playa se transforma, merced a una frenética actividad que durante el resto de
la mañana apenas cederá, con un continuo trasiego de idas y venidas que
llenarán y ocultarán por completo el extenso desierto de arena, que quedará
irreconocible durante el resto del día.
Todo ello para dejar acomodo a
una ingente multitud, presa de un irrefrenable deseo de disfrutar del ardiente
sol y del agua de una mar que parece retroceder hacia sus dominios, ante el
empuje de una masa humana que no quiere desperdiciar ni una rayo de sol, ni de
una gota de agua, ni de una brizna de arena.
Después de ello, los cuerpos
quemados por el sol y aún cubiertos por una arena que parece fijarse en las
ropas y en la piel, como una inseparable segunda vestimenta, cruzarán de nuevo
el paseo, esta vez en sentido contrario, para dirigirse hacia las torres de
apartamentos de hormigón y cristal, en cuyas celdas, que parecen todas
uniformes, idénticas, iguales, se alojarán durante la estancia veraniega.
Y así hasta la mañana siguiente,
durante la cual se repetirá la misma e idéntica ceremonia con los mismos
protagonistas que periódicamente se irán renovando, unos cada quincena, otros
quizás cada semana, con el misma mar y la misma arena, con distintas historias,
distintas vidas, pero en la misma playa.
La que ajena a todos ellos,
permitirá su pertinaz y forzada ocupación, día tras día, desde el comienzo del
verano hasta su ocaso, allá por finales del mes de septiembre, cuando llegará
el venturoso día en que nadie violentará ni alterará su natural compostura.
Una paz bien ganada que disfruta
desde hace millones de años, cuando por primera vez el mar comenzó a golpear
violentamente la dura corteza de rocas de la costa para después ir
desmenuzándolas suave e incansablemente, hasta quedar reducida al manto de
arena que hoy contemplamos.
Así durante milenios, ese
paciente mar fue lamiendo y suavizando una finísima arena durante tiempos que
se nos antojan eternos e imposibles de asumir, arrojando de vez en cuando hacia
la playa, fuera de sus dominios a diminutas criaturas que viven en su seno, en
un gesto de impaciencia que nos parece impropia de tan longevo y sabio Neptuno,
dios de la inmensidad del mar y de su insondables profundidades marinas.
Y es el paseante solitario que
recorre la desnuda y apacible playa, quien descubre en su plácido paseo a uno
de estos diminutos e indefensos seres marinos, expulsados de su líquido lecho y
arrojado a la playa, depositándolo en la arena, lejos del indispensable y
necesario elemento sin el cual no puede sobrevivir.
Un minúsculo, pequeño y en
apariencia insignificante animal, extraño y raro a primera vista, que apenas
puede vislumbrarse si el paseo no es tranquilo y sosegado. El sorprendido y
solitario visitante de la pacífica playa, inclina su cuerpo y observa extraordinaria
criatura que parece definirse en una imposible filigrana.
Se acerca y lo toma en su mano,
momento en el que comprende que tiene al alcance de su vista a un caballito de
mar, a un hipocampo, a una criatura marina de aspecto sorprendente, dotado de
una gracia muy especial, casi indefinible, atrayente en extremo.
Se mueve ligeramente al acercar
delicadamente un dedo sobre su frágil y diminuto cuerpecito, sin duda porque le
falta un aire que sólo puede encontrar en su medio natural, en el mar, adonde
lo devuelve de nuevo, deseando fervientemente que logre sobrevivir.
Algo muy especial parece llenar
el ánimo del paseante. Quizás ha salvado una delicada e indefensa vida. Y eso le
llenará de una especial y agradecida satisfacción.
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