El sonoro tañido de las
campanas de la iglesia doblando a rebato en las fiestas, llamando a los vecinos
en los incendios, ahuyentando las tormentas o repicando fúnebre en los
entierros, son imágenes sonoras que quedan indeleblemente grabadas en la memoria
de quienes vivieron su infancia en los pueblos y en las pequeñas ciudades de
España.
No recuerdo sin embargo, que su
metálico y vivaz sonido, se hiciera oír a la hora del omnipresente ángelus, a
las doce del mediodía, que invitando a la oración, se escuchaba en la radio, en
todas y cada una de las casas de los habitantes del pueblo, indefectiblemente y
durante muchos años, como el diario hablado de las dos y media de la tarde, que
solía coincidir con la hora del almuerzo.
Regreso ahora a aquellos lugares,
y afloran los recuerdos, al tiempo que leo como en un conocido y cosmopolita pueblo
de Madrid, el ayuntamiento ha impuesto una considerable multa a una iglesia por
repicar las campanas a la susodicha hora del ángelus, aduciendo que alteran con
un exceso de decibelios, la tranquilidad y el sosiego de los ciudadanos de la
villa.
Tiempos aquellos, en los que
volteábamos las campanas de la hermosa torre en espadaña, jugándonos
literalmente el tipo para girarlas, tal era su tamaño. La más grande de todas, que
nos parecía entonces gigantesca, siempre bella y escultural campana de bronce, lograba
que sus prodigiosos sones se escucharan con claridad a una considerable
distancia de la iglesia.
Empujábamos su base con todas
nuestras sumadas fuerzas, hasta que la corona quedaba a nuestro alcance,
momento en el que nos colgábamos de ella, hasta hacerla girar sobre sus
engrasados goznes, consiguiendo con ello una primera vuelta que se iría
incrementando al impulsar todas las manos a la vez, cuando por delante de
nosotros pasaba, cuidando de que no nos golpeara, logrando una vertiginosa
velocidad de giro, con un sonoro e inolvidable tan, tan, al golpear el badajo
el duro metal.
Cuando la tormenta de granizo se
cernía sobre los campos de cereales, subíamos a la torre a tocarlas. Se
pretendía con ello evitar el letal efecto que el pedrisco suponía para una
cosecha que podía quedar arrasada en unos minutos, bajo el implacable golpear
de las bolas de hielo que se precipitaban con desencadenada furia desde los
irascibles cielos, que lejos de asustarse por el ensordecedor sonido, parecían
irritarse aún más, en desatada y desigual lucha con el sonoro concierto de las
campanas.
Sones que ahora se ven
castigados y pretendidamente silenciados, por quienes rodeados por un infernal
tráfico, con su contaminante mensaje de humos, ruidos y estruendos diversos,
levantan su voz contra el peculiar, familiar y reconocible sonido de unas
campanas, que en su momento llamaban a quienes desearan seguir y escuchar sus
lamentos de bronce, invitándoles al recogimiento y la oración, y que hoy en
día, no constituyen sino una tradición, que de ninguna forma puede llegar a
molestar en el centro de una ciudad, en medio del infierno de ruidos de toda
índole que la sociedad moderna ha sido incapaz de evitar.
El dulce y melodioso tañido de
unas campanas, no debiera ser motivo de discordia. Más bien sus sones, perdidos
en el estruendo de la ciudad, debieran acogerse con agrado. Como una delicada y natural melodía.
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