miércoles, 16 de noviembre de 2016

LAS CAMPANAS DE LA DISCORDIA

El sonoro tañido de las campanas de la iglesia doblando a rebato en las fiestas, llamando a los vecinos en los incendios, ahuyentando las tormentas o repicando fúnebre en los entierros, son imágenes sonoras que quedan indeleblemente grabadas en la memoria de quienes vivieron su infancia en los pueblos y en las pequeñas ciudades de España.
No recuerdo sin embargo, que su metálico y vivaz sonido, se hiciera oír a la hora del omnipresente ángelus, a las doce del mediodía, que invitando a la oración, se escuchaba en la radio, en todas y cada una de las casas de los habitantes del pueblo, indefectiblemente y durante muchos años, como el diario hablado de las dos y media de la tarde, que solía coincidir con la hora del almuerzo.
Regreso ahora a aquellos lugares, y afloran los recuerdos, al tiempo que leo como en un conocido y cosmopolita pueblo de Madrid, el ayuntamiento ha impuesto una considerable multa a una iglesia por repicar las campanas a la susodicha hora del ángelus, aduciendo que alteran con un exceso de decibelios, la tranquilidad y el sosiego de los ciudadanos de la villa.
Tiempos aquellos, en los que volteábamos las campanas de la hermosa torre en espadaña, jugándonos literalmente el tipo para girarlas, tal era su tamaño. La más grande de todas, que nos parecía entonces gigantesca, siempre bella y escultural campana de bronce, lograba que sus prodigiosos sones se escucharan con claridad a una considerable distancia de la iglesia.
Empujábamos su base con todas nuestras sumadas fuerzas, hasta que la corona quedaba a nuestro alcance, momento en el que nos colgábamos de ella, hasta hacerla girar sobre sus engrasados goznes, consiguiendo con ello una primera vuelta que se iría incrementando al impulsar todas las manos a la vez, cuando por delante de nosotros pasaba, cuidando de que no nos golpeara, logrando una vertiginosa velocidad de giro, con un sonoro e inolvidable tan, tan, al golpear el badajo el duro metal.
Cuando la tormenta de granizo se cernía sobre los campos de cereales, subíamos a la torre a tocarlas. Se pretendía con ello evitar el letal efecto que el pedrisco suponía para una cosecha que podía quedar arrasada en unos minutos, bajo el implacable golpear de las bolas de hielo que se precipitaban con desencadenada furia desde los irascibles cielos, que lejos de asustarse por el ensordecedor sonido, parecían irritarse aún más, en desatada y desigual lucha con el sonoro concierto de las campanas.
Sones que ahora se ven castigados y pretendidamente silenciados, por quienes rodeados por un infernal tráfico, con su contaminante mensaje de humos, ruidos y estruendos diversos, levantan su voz contra el peculiar, familiar y reconocible sonido de unas campanas, que en su momento llamaban a quienes desearan seguir y escuchar sus lamentos de bronce, invitándoles al recogimiento y la oración, y que hoy en día, no constituyen sino una tradición, que de ninguna forma puede llegar a molestar en el centro de una ciudad, en medio del infierno de ruidos de toda índole que la sociedad moderna ha sido incapaz de evitar.
El dulce y melodioso tañido de unas campanas, no debiera ser motivo de discordia. Más bien sus sones, perdidos en el estruendo de la ciudad, debieran acogerse con agrado. Como una  delicada y natural melodía.

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