A través de sus rejuvenecidos y
luminosos ojos, nos contempla el Acueducto, con una mezcla de indulgencia y
paternal complacencia, al activar la memoria de siglos que alberga, y que
ahora, para fortuna suya y complacencia nuestra, se ha visto reducida en veinte
años, merced al hallazgo de nuevos indicios, entre ellos un sestercio, con el
que los arqueólogos han logrado establecer que la construcción de nuestra joya
más preciada, se inició en el siglo II, en lugar del I, como hasta ahora se daba
por hecho.
Se renueva así aún más, su
esbelta, airosa y majestuosa figura, como si acabara de despertar de un breve y
saludable sueño, erguido y resuelto a sobrevivirnos eternamente, sin necesidad
alguna de arbotantes y contrafuertes, que lo mantengan en su hermosa y
prodigiosa verticalidad.
Ni un gesto contrariado, ni una
queja, ni una leve insinuación. Sólo su noble, paciente y sereno silencio, ha
sustituido a su pétrea voz, que han admirado cuantos han tenido la inmensa
fortuna de disfrutar de su extasiante contemplación a lo largo de sus casi dos
mil años de larga y apacible vida.
Cuantas guerras y revoluciones,
revueltas y coronaciones ha contemplado sin inmutarse. Cuantos hechos benignos
y malvados, ha observado desde su privilegiada posición. Cuantos personajes,
sucesos incontables, vilezas, heroicidades y traiciones ha tenido que
sobrellevar sobre sus graníticas espaldas, y cuantos cambios de todo orden, ya
sean sociales, científicos, económicos, políticos y generacionales ha podido
ver sin inmutarse, sin mudar su voz ni alterar su compostura.
Mucho antes que la hermosa catedral,
el majestuoso Alcázar, y las magníficas iglesias, conventos y monasterios, que
hacen de Segovia una ciudad única y monumental, el Acueducto se erigía soberbio
y majestuoso, aplacando la sed de unos ciudadanos, que hace dos milenios lo
contemplarían con arrobo, asombro y un profundo y agradecido sentimiento de
legítimo y envidiable orgullo.
Ha sobrevivido a las
inclemencias del tiempo, propiciadas por un clima extremadamente duro, que ha golpeado
con fiera dureza su piel de granito. A las ruidosas y contaminantes máquinas que
transitaban sin piedad bajo sus estilizados y sorprendidos arcos de medio
punto, que sin una queja soportaron durante decenios toda la carga de una
brutal e insidiosa fuerza acústica y sonora, que estoicamente aguantó sin
inmutarse.
No existe en el planeta un
monumento histórico que pueda competir con tan bella y soberbia construcción. Sencillo,
a la par que elegante, con una aparente fragilidad que se torna en titánica y
colosal estructura cuando a ella se aproxima el asombrado observador, lleva dos
milenios desafiando a los siglos y al tiempo como un gigante decidido a
sobrevivirnos a perpetuidad.
Y lo intentará sin duda, para así
dar testimonio de la capacidad del ser humano para crear belleza, así como de
su ingenio, de su creatividad, y del amor por el arte que le caracteriza,
logrando así que las generaciones futuras disfruten el portento que una
civilización eterna como la romana quiso legarnos.
Obligados estamos a velar por
esta maravilla, que pese a su buen estado de salud e inesperado
rejuvenecimiento, no podemos olvidar que se halla sometido a las inclemencias
de una intemperie, que no sabe de sutilezas de ningún tipo, en aras de
conservarlo, cuidarlo y mimarlo como merece.
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