Volver a Santiago, es algo más
que una recurrida frase harto utilizada por quienes allí han estado alguna vez.
Es una realidad palpable y demostrable por la inmensa mayoría de los
afortunados que llegaron, bien por el camino, bien por otros medios más cómodos
y rápidos, pero que siempre conducen a la hermosa ciudad del apóstol, cuyo
reclamo es tan universal como su capacidad para congeniar con toda clase de
ciudadanos del mundo, que allí se encuentran.
Todo ello en un alarde de
globalización no necesariamente espiritual, que maravilla a quienes poco viajan
y menos creen en la diversidad que nos une a cuantos habitamos un
insignificante planeta, que olvida pertinaz y tercamente que apenas somos un
intento de un tibio y sutil soplo de un formidable y colosal universo, poblado
sin duda por una inmensidad de civilizaciones y seres vivientes que lo habitan.
Es por ello que al encontrarse
tantos y tan diversos, en un espacio tan reducido como esta histórica y bellísima
ciudad, tienden a sorprenderse, como si los demás, procediesen de otros mundos,
que por lejanos que estén sus lugares de procedencia, siempre estarán en este,
en el único que conocemos, y que hemos convenido en denominar Planeta Tierra.
Dejando atrás estas
consideraciones místicas, a la par que contemplativas, y situándonos de nuevo
en el viaje a Santiago, el peregrino contempla, esta vez desde su cómodo
asiento en el tren, los cambiantes paisajes que van sucediéndose desde las
suaves y amplias llanuras de Castilla y León, hasta la postrer llegada a la
concurrida y hermosa ciudad del apóstol.
Apenas iniciado el viaje, el
leve traqueteo del tren nos permite divisar a través de las luminosas y amplias
ventanas del tren, los bellos parajes de esta hermosa región, levemente
interrumpidos por sutiles y pelados cerros desprovistos ahora en invierno de la
mies que en verano los cubrirá, y que proporcionan al viajero una sensación de
paz y tranquilidad tan hermosa como relajante.
Sin casi solución de continuidad,
van surgiendo los primeros valles de la verde y sin par Galicia, salpicados por
pequeños pueblos profusamente diseminados por doquier, entre una frondosa
vegetación que van del verde al marón, y
del ocre al amarillo, colores otoñales que proporcionan a esta región un
aspecto propio de un cuadro profundamente policromado, multicolor e
impresionista digno de contemplar.
Puntualmente el tren llega a
Santiago, ciudad a la que el viajero siempre vuelve, una y otra vez, como en
esta ocasión, que siempre parece la primera, con unas calles siempre
reconocibles, pero siempre por descubrir, por recorrer una y otra vez andando y
desandándolas arriba y abajo, como si el tiempo se hubiera detenido y
dispusiésemos de él a nuestro antojo disfrutando de sus centenarias joyas de
ilustre y noble piedra.
Un placer para los sentidos,
para el disfrute y consumo de una gastronomía privilegiada, y la satisfacción
de colmar un deseo cultural que se verá plenamente satisfecho a cada paso que dé,
incrementado a medida que transitamos por las numerosas, estrechas e históricas
calles, salpicadas de nobles casas, palacetes, iglesias, conventos y
monasterios, que finalmente nos llevarán hasta la plaza del Obradoiro,
presidida por la imponente y majestuosa fachada de la catedral flanqueada por
las dos imponentes y hermosas torres barrocas y por su doble escalinata que nos
conducirá a las románicas naves a través del bellísimo Pórtico de la Gloria.
El peregrino, creyente o no,
cumplirá seguramente con el rito del abrazo a Santiago, meta final del Camino.
Posiblemente coincida con la celebración de la misa del peregrino, donde se
encontrarán viajeros de diversas procedencias del país y del mundo, y donde se
llevará a cabo la ceremonia del botafumeiro, que recorre el crucero de la
catedral de un extremo a otro, en un espectacular y singular acto que es todo
un espectáculo, que merece la pena contemplar, y que quedará en la memoria del
viajero, que sin duda hará propósito de volver de nuevo a Santiago de Compostela.
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