Cuan frágil puede llegar a ser la memoria, si así podemos
denominar a la capacidad para el olvido que a corto plazo demostramos hoy,
mientras se suceden los atroces momentos que estamos viviendo, en medio de un
drama que estamos padeciendo, y que en apenas dos meses de pandemia y forzoso
confinamiento, un dolor que debería ser casi inasumible ante las terroríficas
cifras de víctimas, cuya cuenta se ha cebado fundamentalmente y con fiera
crueldad en nuestros mayores y en el admirable personal sanitario, indefenso por
falta del material necesario, ante la barbarie de una brutal enfermedad, que a
nadie ha perdonado.
Y no solamente en ellos, sino que lo ha llevado a cabo
también en los más débiles, como si la naturaleza hubiera elegido a ambos
grupos, en cualquier caso, los más vulnerables, para llevar a cabo una
siniestra y pérfida labor, que no parece propia de tan sabía madre, sino de la
malvada y estúpida indolencia de la especie humana, que ha cometido demasiados
errores, como para que eternamente nos sean perdonados.
Cifras que espantan y horrorizan ante su tamaño, que hoy,
apenas dos meses después del comienzo de la tragedia, arrojan un tétrico valor
de más de treinta mil seres humanos, que en tan poco espacio de tiempo han
desaparecido de la faz de la tierra, sin poder ser visitados en su lecho del
dolor, ni visitados, ni despedidos, ni acompañados en sus silenciosos y
solitarios funerales, algo que ha aumentado el sufrimiento de sus familiares de
una durísima y penosa manera, que sólo ellos pueden llegar a asumir, y que
nosotros, el resto, los afortunados que no hemos sido tocados por la desgracia,
jamás podremos entender, y que parece tratamos de olvidar, como si fuera un mal
sueño.
Y es este sublime padecimiento el que debería golpearnos cada
día de nuestras vidas, más allá de los aplausos de las ocho de la tarde, convertidos en ocasiones en auténticas verbenas
y exageradas jaranas, que comenzaron para recordarlos a ellos y a los héroes
que los atienden en los hospitales y centros sanitarios, y están acabando,
cuando así sucede, en unas apenas audibles palmadas, que desde contadas
ventanas continúan homenajeándolos, en un loable acto de reconocimiento, ante
el sufrimiento de unos y el valor de otros, y que no debería decaer en ningún
momento.
Las dantescas cifras, tan brutalmente abrumadoras, sin duda
nos superan anímicamente, ya que las reacciones ante las mismas, llegado un
momento apenas se manifiestan en una expresión de asombro y poco más, hasta el
punto, que ni siquiera se ha llevado a cabo una declaración de duelo nacional,
que al menos, denotaría el hondo sentimiento de una población, ante semejante
tragedia que nos desborda en todos los órdenes.
Quizás hayamos perdido la capacidad para manifestar
públicamente el sufrimiento que nos produce, quizás el dolor es tan profundo
que nos impide exteriorizarlo, o quizás, hemos perdido ya a estas alturas la
suficiente madurez anímica y moral como para sentir algo nuevo, acostumbrados como
estamos a vivir en directo todo el dolor del mundo, todo el sufrimiento
posible, sin apenas inmutarnos, acomodados en nuestros sofás, como si de una
serie televisiva se tratara, a través de los medios de comunicación y de unas redes
sociales omnipresentes, y fruto de todo ello, hemos quedado inmunizados ante todo
tipo de desastres por crueles que sean
Como ocurre con el caso presente, algo que no tiene parangón
con las tragedias vividas desde hace mucho tiempo, y que no debería dejarnos en
un estado de una imperdonable e insoportable indolencia, que si ahora no somos
capaces de manejar con la debida sensibilidad y respeto, jamás nos lo
perdonaríamos, cuando más adelante repasemos estos terribles tiempos que nos ha
tocado vivir.
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