Cincuenta insoportables días, con sus correspondientes
noches. Cincuenta insufribles series de veinticuatro horas, con sus inevitables
minutos. Cincuenta irritantes sucesiones de luz y oscuridad, que están dejando huella
en unos ciudadanos que soportan cada vez de menor grado un confinamiento, un
encierro, una reclusión, una clausura sin claustro conventual, pero con celdas,
algunas, por desgracia, de un tamaño ínfimo como para soportar a toda una
familia completa, de un número de miembros tal, que supera con creces la
necesaria salubridad, intimidad y libertad necesarias, para una estancia tan
larga y deprimente, que con todo, aún no ha terminado.
Después de más de treinta mil fallecidos, una economía
devastada y una sociedad asolada por una pandemia a la que se tardó en hacer
frente, pese a las devastadoras y precedentes consecuencias en China e Italia,
el gobierno, sin apenas dialogar con el resto de los partidos políticos, a su
aire, en plan padres de la patria, ha elaborado una salida hacia lo que
denominan nueva normalidad, que los ciudadanos, perplejos ellos por la que se
les viene encima, dada la complejidad y la incertidumbre que han desatado las fases
por las que habrá que pasar, se encuentran desorientados y a la espera de una
mayor concreción de los pasos a seguir.
Pasos, que según nos dicen nos conducirán a una nueva etapa
de nuestras vidas, a una nueva sociedad con unas característica y unas nuevas e
imprevisibles circunstancias, que nadie se atreve a sustanciar, dadas las muchas
dudas que se nos presentan ante un futuro que no resulta fácil de augurar, y
que no nos garantiza una tranquila existencia, una seguridad y la esperanza de
un futuro cierto y esperanzador para todos los seres humanos que habitamos este
Planeta.
Apenas sesenta minutos, de los tres mil seiscientos que tiene
el día, han comenzado a permitir salir a los más pequeños, mientras al resto,
después de tanto tiempo, han tenido la bondad de abrirnos las puertas de
nuestras casas para permitirnos pasear durante ese breve período de tiempo, con
un ceremonial estrictamente calculado para todos, grandes y pequeños,
estipulando cada paso que hemos de dar, cómo lo hemos de ejecutar, y en qué
condiciones lo hemos de llevar a cabo, para evitar que papá estado nos sancione
por desobediencia.
Ahora, comienzan a hablarnos de un supuesto comienzo hacia
una incierta normalidad, que habrá de desarrollarse paso a paso, aplicando,
cómo no, un protocolo que se sustanciará en una serie de fases o escalas que
nos conducirían a ese nuevo estado de regularidad, que nadie se atreve a
desentrañar cómo, cuando y cómo se ha de desarrollar, pero que contiene, a
priori, las suficientes connotaciones, si no negativas, sí de una incrédula y
suspicaz desconfianza, que nos hace sospechar que una nueva etapa de
directrices, reglas y normas, podrían regir un futuro incierto.
Triste futuro nos espera, si hemos de continuar con este
estado de estrecha, aunque disimulada vigilancia, que llaman estado de alarma,
cuando en realidad es un auténtico estado de excepción disfrazado, que espero
no soportemos durante mucho más tiempo, ya que el confinamiento extremo al que
nos están obligando está causando estragos en todos los órdenes, sin saber
hasta cuándo, ni cómo acabaremos cuando recuperemos la libertad perdida.
Claro que, una vez recuperada, si es que así podemos
denominarla, ignoramos por completo cómo habrá de desarrollarse en el nuevo día
a día, si es que tendremos que continuar con las mascarillas, con el
distanciamiento social, con precauciones de todo tipo, que nos hagan salir a la
calle sospechando de todo y de todos, cuidando no tocar a nada ni a nadie,
saludando desde la distancia, evitando toda clase de efusividades, y, en
definitiva, viviendo con miedo, que es lo último que podríamos desear, y que
seguro, durante mucho tiempo, nos acompañará en nuestras procelosas y vacilantes
vidas.
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