miércoles, 6 de junio de 2012

LA SEPARACIÓN DE PODERES

La teoría de la separación de poderes se elabora durante el periodo denominado Ilustración, movimiento cultural del siglo XVIII, que preconizaba que la razón humana podía combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía, liberando así al hombre y construyendo un mundo mejor, más justo y más solidario. Fue denominado el Siglo de las Luces, metáfora que pretendía dejar atrás definitivamente el oscurantismo y las tinieblas de tiempos pasados.
No tenían entonces ni la menor idea de la ingenuidad de semejante afirmación que el devenir de los tiempos se encargaría de desmentir, pese a la Revolución Francesa – barbaridades terribles e innombrables se hicieron en su nombre – y a otros acontecimientos esperanzadores que darían paso a una modernidad, ya en el siglo XX, plagada de guerras, tensiones y tiranías varias, que dejarían en mal lugar a los Ilustrados.
La teoría de la división de poderes se atribuye a diversos personajes, aunque a quienes se suele citar con más frecuencia es a Montesquieu y Rousseau – hay quién incluso retrocede hasta Aristóteles y la Grecia Clásica - establece que el Estado se fundamenta y apoya en los tres poderes clásicos que emanan del pueblo soberano: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, de cuya titularidad se encargan, el Gobierno, el Parlamento y los Tribunales de justica, respectivamente.
Desde entonces han pasado más de doscientos años, y ahí seguimos con la citada teoría – nunca mejor dicho - especulando con los tres poderes, separados, con un sistema de controles y contrapesos, independientemente dependientes, contradicción incluida, que permite sutiles intromisiones de cada uno de ellos en los demás, lo cual en principio, desnaturaliza su esencia, que no obstante se hace necesaria cuando uno de ellos se extralimita en sus funciones o invade el territorio que no le pertenece.
Tanto el Ejecutivo como el Legislativo, emanan directamente de las urnas, de los votos de los ciudadanos que dictaminan quienes han de gobernar y por ende de legislar ocupando los escaños correspondientes, con el objeto de que el Judicial aplique las leyes de allí surgidas, interpretándolas por unos ciudadanos denominados jueces, seres humanos en definitiva, con una sensibilidad, una visión y unas tendencias políticas subjetivas, que resultan inevitables de obviar, por mucho que la objetividad prime en sus sentencias judiciales.
En algún lugar leí acerca del miedo que el tremendo poder de un juez inspiraba a un ciudadano al considerar la enorme capacidad de decisión que sobre el individuo y sus pertenencias posee. Exactamente afirmaba que le causaba auténtico pavor, que un joven de veintipocos años, sin ninguna experiencia, recién salido de la facultad y aprobadas las oportunas oposiciones, pudiera poner de rodillas a todo un, pongamos por ejemplo, presidente del gobierno.
No es necesario llegar a esas alturas, simplemente un error judicial, pese a las numerosas instancias que existen para recurrir las sentencias, puede complicar la vida a cualquiera - fundamentalmente a quien no posee los medios económicos suficientes para recurrir una y otra vez – lo cual resulta inquietante y pone a la defensiva a quien pueda verse incurso en algún litigio, resucitando aquellos dichos populares: “pleitos tengas y los ganes”, “juicios pasen, más no por mi casa”, “más vale un mal acuerdo que un buen juicio”. Todos ellos, con más o menos acierto, ilustran el sentir popular de mantenerse aislado de causas y procesos judiciales que puedan complicarle la vida.
La confianza en la justicia es esencial en un Estado Social y de Derecho. Debemos confiar en los Jueces y por ende en la Justicia, sin la cual dicho Estado no tiene sentido. La independencia absoluta respecto de los otros dos poderes es garantía necesaria, así como la integridad, rectitud y honradez de los Jueces, que en última instancia, son los administradores de la Justicia.

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