viernes, 7 de diciembre de 2012

LA PAZ DE LOS CAMPOS


           Recorrer los numerosos pueblos, pueblecitos y aldeas, durante los duros y largos meses del invierno que salpican y soportan las llanuras de la antigua Castilla la Vieja, hoy Castilla y León, supone una experiencia a la vez gratificante y triste, hermosa y desoladora que proporciona una sensación de fría soledad y de nostálgica ausencia que inunda el espíritu de una mezcla de angustia vital y de cálida y contenida emoción, que contrasta con el frío ambiente que nos acompaña, mientras recorremos sus calles, callejuelas, plazas y plazoletas, desiertas, gélidas, sin más aparente vida que la que surge en los leves espacios verdes que salpican de vez en cuando la idílica estampa invernal.
            Las montañas siempre próximas, aledañas, lo parecen así, por el manto blanco que las recubre durante el invierno y que las hace destacar intensamente en el horizonte. La nieve alfombrando los campos llega hasta sus límites cubriendo los tejados de los pueblos, que asentados a los pies de la sierra, parecen,  postrados en sus laderas, como si estuvieran esperando la oportunidad de escalar el gigante nevado o  quizás más bien de acompañarlo en su casi eterna soledad.
      El aire parece cortar como invisible y afilado cuchillo, y el silencio atronadoramente perceptible que todo lo envuelve, se torna en paciente compañía, sensual y sugerente que nos acaricia tibiamente con una sutileza tal que nos complace, nos agrada y nos colma de una paz indescriptible, inenarrable, desconocida para el habitante de la gran ciudad cuyos sentidos son cruelmente castigados por las inclemencias propias de una sociedad de vértigo, que ha dejado desiertos los campos y las zonas rurales, para alojarse en gigantescas aglomeraciones donde la vida se ha trocado en una completa locura inhumana donde no cabe el sosiego ni la serenidad necesarias que todo ser humano necesita.
            Tan sólo el humo de las chimeneas permite adivinar que la vida continúa latente en el interior de unas casas de recios muros que preservan del tórrido frío a sus moradores, sentados al amor de la lumbre o del cálido y acogedor brasero que crean una atmósfera de serena paz y reposada tranquilidad que se refleja en los semblantes de las gentes y que tiene su traducción diaria en sus quehaceres que desarrollan sin prisa, sin urgencia alguna, con una parsimonia tal que les permite vivir de tal manera que todo se desenvuelve a su alrededor a una velocidad reducida a la mínima expresión, sobre todo en esta estación invernal en el que los campos reposan a la par que sus moradores a los que apenas requieren para su mantenimiento.
            Es la paz de los campos, el sosiego relajante y vivificador, envidia de quienes vivimos con una presteza continua y una celeridad agobiantes que choca frontalmente con los principios que rigen la unión con una naturaleza a la que pertenecemos y de donde al fin y al cabo surgimos y que hace tiempo dimos de lado en una decisión absurdamente esquiva y equivocadamente tozuda que se vuelve diariamente contra nosotros recordándonos con ello que no debemos volverle la espalda, que es nuestra aliada, que la agresión permanente a la que la sometemos es un tremendo error que pagamos muy caro.
            Es una lucha perdida de antemano. Las fuerzas de la naturaleza son sabias y poderosas, y contra ellas estamos absolutamente indefensos. ¿Por qué entonces nos obstinamos en agredirla? Contaminamos las ciudades haciéndolas insoportables con insufribles niveles acústicos, ensuciamos su aire y la hacemos inviable para una vida soportable. Contaminamos los ríos y los mares, y llevamos los inmundos desperdicios hasta los lugares más recónditos donde reposan en paz las montañas que ahora quieren ser remontadas por multitud, sin el menor respeto hacia ellas, que heridas en su dignidad de milenios, se cobran de vez en cuando,  en forma de vidas humanas, tamaño desafío.
            Quizás debiéramos volver la vista atrás, hacia las zonas rurales abandonadas hace tanto tiempo. La vida allí es agradecida, sencilla y de  una tranquilidad inquietante para quien no está acostumbrado a su ritmo relajante y sosegado. Yo visito con frecuencia mi pequeño pueblo, donde me siento plenamente afortunado de poseer una hermosa y sencilla casa que me legaron mis queridos padres. Recorro entonces sus silenciosas y desérticas calles, subo hasta las verdes eras, bajo hasta el próximo río y camino por las praderas que lo bordean, llego hasta el monte, paseo junto al viejo molino, la fuente de los berros, las alamedas, los huertos, siempre con la vista de mi viejo pueblecito Segoviano, a los pies de Somosierra, que sigue ahí, vigilante y generosa de nieves como siempre. Tal como la recuerdo desde mi más tierna infancia.

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