Recorrer los numerosos pueblos, pueblecitos y aldeas,
durante los duros y largos meses del invierno que salpican y soportan las
llanuras de la antigua Castilla la Vieja, hoy Castilla y León, supone una experiencia a la vez gratificante y triste, hermosa y desoladora que
proporciona una sensación de fría soledad y de nostálgica ausencia que inunda
el espíritu de una mezcla de angustia vital y de cálida y contenida emoción,
que contrasta con el frío ambiente que nos acompaña, mientras recorremos sus
calles, callejuelas, plazas y plazoletas, desiertas, gélidas, sin más aparente
vida que la que surge en los leves espacios verdes que salpican de vez en cuando la
idílica estampa invernal.
Las
montañas siempre próximas, aledañas, lo parecen así, por el manto blanco que
las recubre durante el invierno y que las hace destacar intensamente en el
horizonte. La nieve alfombrando los campos llega hasta sus límites cubriendo
los tejados de los pueblos, que asentados a los pies de la sierra, parecen, postrados en sus laderas, como si estuvieran
esperando la oportunidad de escalar el gigante nevado o quizás más bien de acompañarlo en su casi eterna
soledad.
El aire
parece cortar como invisible y afilado cuchillo, y el silencio atronadoramente
perceptible que todo lo envuelve, se torna en paciente compañía, sensual y sugerente
que nos acaricia tibiamente con una sutileza tal que nos complace, nos agrada y
nos colma de una paz indescriptible, inenarrable, desconocida para el habitante
de la gran ciudad cuyos sentidos son cruelmente castigados por las inclemencias
propias de una sociedad de vértigo, que ha dejado desiertos los campos y las
zonas rurales, para alojarse en gigantescas aglomeraciones donde la vida se ha
trocado en una completa locura inhumana donde no cabe el sosiego ni la
serenidad necesarias que todo ser humano necesita.
Tan sólo el
humo de las chimeneas permite adivinar que la vida continúa latente en el
interior de unas casas de recios muros que preservan del tórrido frío a sus moradores,
sentados al amor de la lumbre o del cálido y acogedor brasero que crean una
atmósfera de serena paz y reposada tranquilidad que se refleja en los
semblantes de las gentes y que tiene su traducción diaria en sus quehaceres que
desarrollan sin prisa, sin urgencia alguna, con una parsimonia tal que les
permite vivir de tal manera que todo se desenvuelve a su alrededor a una
velocidad reducida a la mínima expresión, sobre todo en esta estación invernal
en el que los campos reposan a la par que sus moradores a los que apenas
requieren para su mantenimiento.
Es la paz
de los campos, el sosiego relajante y vivificador, envidia de quienes vivimos
con una presteza continua y una celeridad agobiantes que choca frontalmente con
los principios que rigen la unión con una naturaleza a la que pertenecemos y de
donde al fin y al cabo surgimos y que hace tiempo dimos de lado en una decisión
absurdamente esquiva y equivocadamente tozuda que se vuelve diariamente contra
nosotros recordándonos con ello que no debemos volverle la espalda, que es
nuestra aliada, que la agresión permanente a la que la sometemos es un tremendo
error que pagamos muy caro.
Es una
lucha perdida de antemano. Las fuerzas de la naturaleza son sabias y poderosas,
y contra ellas estamos absolutamente indefensos. ¿Por qué entonces nos
obstinamos en agredirla? Contaminamos las ciudades haciéndolas insoportables
con insufribles niveles acústicos, ensuciamos su aire y la hacemos inviable
para una vida soportable. Contaminamos los ríos y los mares, y llevamos los
inmundos desperdicios hasta los lugares más recónditos donde reposan en paz las
montañas que ahora quieren ser remontadas por multitud, sin el menor respeto
hacia ellas, que heridas en su dignidad de milenios, se cobran de vez en
cuando, en forma de vidas humanas,
tamaño desafío.
Quizás
debiéramos volver la vista atrás, hacia las zonas rurales abandonadas hace tanto
tiempo. La vida allí es agradecida, sencilla y de una tranquilidad inquietante para quien no
está acostumbrado a su ritmo relajante y sosegado. Yo visito con frecuencia mi
pequeño pueblo, donde me siento plenamente afortunado de poseer una hermosa y
sencilla casa que me legaron mis queridos padres. Recorro entonces sus
silenciosas y desérticas calles, subo hasta las verdes eras, bajo hasta el
próximo río y camino por las praderas que lo bordean, llego hasta el monte,
paseo junto al viejo molino, la fuente de los berros, las alamedas, los huertos,
siempre con la vista de mi viejo pueblecito Segoviano, a los pies de Somosierra,
que sigue ahí, vigilante y generosa de nieves como siempre. Tal como la
recuerdo desde mi más tierna infancia.
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