martes, 18 de diciembre de 2012

QUE EL MUNDO SE ACABA

Y lo lleva haciendo desde donde alcanzan mis más tiernos recuerdos infantiles, cuando los agoreros y profetas diversos, vaticinaban que ese año sí, que con toda seguridad, el mundo tenía los días contados y tocaba arrepentirse de los pecados cometidos a lo largo de nuestra perversa vida, plena de transgresiones, flaquezas y maldades sin cuento, y eso que apenas nuestro estancia en este mundo se remontaba a lo sumo a una edad tal que podía contarse con los dedos de las manos, por lo que a confesarse tocan y a quedar inmaculado y sin mancha para pasar al otro mundo más limpio que cuando a él llegamos, algo nada difícil si tenemos en cuenta que ya lo hicimos con el pecado original a cuestas, que vaya usted a saber dónde, cómo y cuando lo cometimos.
Al título que aquí figura, considero que habría que anteponerle la correspondiente leyenda en función de la forma y manera en que cada uno piensa despedirse de este atribulado mundo. Y así, podría quedar: Rezad, que el mundo se acaba, o de esta otra: Haced el amor que el mundo se acaba, o disfrutad, cantad, dormid, comed, bebed, soñad, o simple y llanamente, no vayáis a trabajar o no paguéis más impuestos ni abonéis más cuotas ni os preocupéis por nada de nada, que el mundo se acaba,
Pues bien, en esta ocasión se han remontado ni más ni menos que a la civilización Maya, a la que hacen responsable de la profecía que cifra en el día veintiuno del mes doce del año dos mil doce, cuando una vez más llegará el final de este Planeta, que ya debe de estar harto de tanta fantasía inmisericorde. Y es que según el calendario Maya, en dicha fecha el planeta Nibiru se estrellará contra la Tierra, aunque otros auguran otros finales tales como llamaradas solares que arrasarán nuestro mundo y otras sandeces, que alimentadas por las Redes Sociales, han logrado extenderse con suma facilidad entre las asombradas gentes que no salen de su asombro ante tanta sandez social.
Seguro que el día veintiuno seguiremos aquí, pero imaginemos por un momento, que por una vez, y claro está, ya para siempre, efectivamente se acaba todo. Las posibles lecturas que yo haría serían variadas y algunas incluso muy sabrosas y gratificantes, aunque inevitablemente todos quedaríamos afectados por ese final. Mi lectura favorita reflejaría cómo disfrutaría llevando a cabo un portentoso y glorioso corte de mangas a esos poderes económicos – léase bancos y otros usureros varios -  a los que les debemos créditos, préstamos e hipotecas sin cuento y que se van a quedar con las ganas de cobrar.
Esto, al que más o al que menos, le produciría una honda satisfacción que colmaría con creces el obligado abandono de este puñetero mundo, por lo que nos iríamos con una sonrisa en los labios y un ahí te quedas con tus millones, tus comisiones, tus intereses y tu letra pequeña, que de nada te van a servir, pues todo quedaría reducido a la nada, y nada por lo tanto podrían requerirnos si volvemos a encontrarnos en otro mundo, lo cual razonablemente dudo aunque ya me gustaría verlos venir a reclamar sin papeles ni pólizas ni contratos ni órdenes de desahucio con los que poder justificarse. Merecería la pena verlo.
Y qué me dicen de los que han ido acumulando inmensas fortunas y propiedades, fruto de corruptelas y desmanes sin cuento en paraísos fiscales, en bolsas de basura o bajo las losetas del garaje. Poco van a disfrutar y mucho van a lamentar poseer tanto y disfrutarlo tan poco. Los veo tirándose de los pelos y comiéndose los billetes de quinientos euros mientras la bola de fuego que ha de arrasar la Tierra destruye sus posesiones repartidas por todo el mundo, ese mundo que, fatídicamente y sin que sirva de precedente, seguirá aquí, tal como lo vemos hoy, el día veintidós de diciembre, por lo que no podremos darnos el sumo placer de mandar al carajo a quienes seguiremos abonando las cuotas.
Claro que en una segunda lectura, podríamos contemplar el caso en el que el mundo se acabe el día siguiente del vencimiento final del maldito crédito, cuando ya lo habríamos pagado después de años de sufrimientos y penurias que por fin terminan para nuestra honda satisfacción.
Sería una cruel e irreparable ironía del destino, por lo que dejaremos las cosas como están, y el veintidós de diciembre seguiremos pagando las cuotas del crédito, los numerosos impuestos directos e indirectos, las variadas tasas y las numerosas facturas que nos persiguen cada día, iremos a trabajar cada mañana, si procede, claro está, y a ver si el año que viene los agoreros afinan un poco más y poniéndole un poco más de imaginación auguran el fin del mundo sólo y exclusivamente para los bancos.
Seguro que el resto del mundo saldría a la calle a celebrarlo.

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