Es ésta una expresión para mí
muy gráfica y significativa que desde siempre he tenido presente porque se
utilizaba con mucha frecuencia en el ambiente familiar y social en el que desde
la infancia me he desenvuelto, que sigue siendo tan elocuente y expresiva como
entonces y que cada día va cobrando más sentido dados los tiempos que corren,
preocupantes, frustrantes y absolutamente omnipresentes, hasta el punto de
convertirse en el tema casi obligado en cualquier ambiente donde se reúnen un
mínimo de dos personas, conocidas o no, ya que se puede entablar una
conversación sobre los difíciles momentos presentes tanto en una cola de
espera, ya sea en una fila de una institución oficial, como en la del autobús, como en la del
supermercado o cualquier otra, donde algo o alguien dará motivo para que se
encienda la mecha que iniciará la cadena de quejas, lamentos y consideraciones
sobre lo mal que funciona el susodicho servicio oficial, el citado transporte
público o la correspondiente tienda de alimentación que se extenderá al resto
de los problemas que acucian diariamente a las sufridas gentes.
No nos queda otra, dadas las
preocupantes circunstancias actuales, que la queja continua y perseverante, la
protesta obstinada y tenaz, para intentar cambiar la prolongada y pertinaz
situación que aqueja a una población que no sabe ya que hacer, cómo oponerse,
adónde dirigirse para decir basta ya. Horroriza contemplar a la gente pidiendo,
como en Portugal que vuelva un segundo veinticinco de abril, una segunda
revolución de los claveles – revolución ilusionante donde las haya pero que desgraciadamente
la desactivaron más pronto que tarde – en Grecia y en Italia, dónde como aquí,
en España, se invita a la desobediencia civil, a asaltar los mercados donde
buscar el alimento que ya no pueden conseguir civilizadamente porque no les
llega para tanto el mísero sueldo o la mínima prestación, si es que la tienen.
No nos queda otra que denunciar
a viva voz, en la calle, en el trabajo, en los medios de comunicación, allí
donde nos podamos hacer oír, que en nuestro País más de seiscientas mi familias
viven, más bien sobreviven, no se sabe cómo, sin que ninguno de sus intrigantes
lleve a casa un sueldo, todos ellos sin trabajo, sin ilusión, sin esperanza,
condenados a recibir cada nuevo día sin una mínima perspectiva de hallar un
empleo, con la tremenda y desesperada certeza interior de que quizás nunca lo
van a encontrar, todos los días al sol, de lunes a domingo, con la insoportable
angustia gobernando sus vidas.
No nos queda otra que rezar,
tal como repite una y otra vez el Papa Francisco, que desde que llegó, parece
haberse convertido en una obsesión para un sacerdote – da la impresión de que
quiere que lo veamos así, como un cura argentino de sotana blanca y anillo
papal – que pide para él esas preces que supongo utilizará para devolvérnoslas
multiplicadas por mil, gracias a la intervención divina porque si esperamos a
que lo haga su iglesia, la de los pobres a la que suele hacer referencia, y que
nadie ve ni verá, porque aunque fuera sincero, aunque lo intentase, simplemente
se lo impedirían, ya que dudo mucho que, salvo honrosísimas excepciones, la
iglesia oficial haga otra cosa que ocuparse y preocuparse de su supervivencia,
de perpetuarse en el tiempo por los siglos de los siglos.
No nos queda otra que la resignación.
Estamos en el bando equivocado, nos ha tocado en el lado de los menesterosos,
con voto pero sin voz. Sólo queda esperar que en la otra vida haya una nueva oportunidad.
Pero esto sería válido sólo para los que creen, por lo que yo, desde este
momento, pido la baja inmediata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario