En una de las múltiples
manifestaciones que están llevando a cabo los afectados por los desahucios, un
conocido personaje que en sus tiempos fue un relevante dirigente político y que
ahora lo mismo puede vérsele en estos actos, como en tertulias televisivas,
como en debates varios de diversos medios de comunicación, afirmaba con
rotundidad manifiesta, que la gente que allí y en tantos otros lugares del País
se limitaba por ahora sólo a ladrar, acabarían pronto o tarde mordiendo, lo cual
no tiene más que una interpretación posible, en el sentido de que pasarían a la
acción, a la siguiente fase que se supone sigue al estruendo, a los gritos y a
los improperios.
Pero por mucho que me devano
los sesos, no consigo entender ni ahora ni desde hace ya mucho tiempo, en qué
forma la gente puede materializar su profunda y justa indignación, al margen de
los ladridos mencionados, entiéndase las palabras, pasando de esta forma a unos
hechos, léase morder, con el fin de intentar cambiar una situación que no hace
sino empeorar desde hace ya demasiado tiempo, y a la que la ciudadanía quiere
poner remedio pasando de las palabras a los hechos, dando de esta manera un
paso cualitativo y cuantitativo severo, serio y trascendental, del que tanta
gente habla, bien serena, bien cabreada, bien fuera de sí, fruto de una
crispación que está llegando a niveles alarmantes.
La conmoción reinante está
llegando a un grado tal, que si se llega a tomar una medida restrictiva más,
que como siempre recaería sobre las clases más oprimidas, que están
soportándolo todo, seguramente se de ese paso hacia adelante, hacia la
materialización de una violencia más o menos contenida, que la ira y la
irritación permanente pueden desatar por parte de tanta gente que ya nada tiene
que perder, porque se ha quedado sin nada, porque se lo han arrebatado de
múltiples formas, no solamente con la pérdida de la vivienda, que supone una
auténtica tragedia, sino con la ausencia total de perspectiva de un futuro que
se les niega a ciudadanos que aún no han cumplido los cincuenta - para qué
hablar de los jóvenes – y que no tienen esperanza alguna de encontrar un
trabajo, sin prestaciones y seguramente sin una muy lejana jubilación que posiblemente
ni siquiera van a poder disfrutar, mientras contemplan cómo la corrupción parece no tener fin.
Si escuchan con frecuencia la
radio, medio de comunicación que sigue manteniendo un altísimo valor
informativo, las gentes, cuando los dejan intervenir para expresar libremente
lo que piensan, en los pocos minutos que los dedican, las pocas emisoras que lo
permiten y en el escaso tiempo que les conceden, vierten toda su irritada
crispación con una fuerza emotiva tal y con una desgarradora intensidad dramática, fruto de su
dolor, de su tragedia personal, que consigue encoger el espíritu y el
entendimiento del oyente, que como yo, los escucha todos los días, y que en
ocasiones el locutor del programa radiofónico queda tan afectado, tan
impresionado, que se solidariza con él, cosa que no es frecuente en programas
de este tipo, en el que se limitan a escuchar, sin intervenir ni tomar partido
por lo allí expuesto.
Son tragedias personales que
conmueven, que indignan y sobrecogen hasta extremos difícilmente soportables,
fruto de la incalificable y brutal actuación de los poderes públicos que han
empobrecido aún más a las clases menos favorecidas, que han frenado en seco a
la clase media y que ha enriquecido un
poco más a los de siempre, para que quede bien claro dónde están los límites. Límites
que pueden y deben saltarse cuando la injusticia campa por sus respetos.
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