Tiempos aquellos de posguerra,
cuando la gente pasaba hambre y necesidades alimenticias sin cuento, tal como
nos relataban nuestros padres, con la cartilla de racionamiento en mano, el
estraperlo para quien se lo podía permitir y el pedazo de pan, un trozo de
tocino y a aguantar hasta mañana, que ya veremos lo que nos depara el día, si a
él llegamos, si las fuerzas nos dan para tanto, si el mendrugo de pan seco y
ajado lo racionamos y hasta entonces guardamos.
Pan y cebolla, le decía su
esposa a Miguel Hernández, era lo único que su hijo comía, y así lo escribía el
poeta en nanas de la cebolla - con sangra de cebolla se amamantaba – y así
sigue alimentándose una gran parte de la humanidad, mientras en cualquier
ciudad del mundo desarrollado, en supermercados, comercios de alimentación y
superficies varias, enormes, inmensas, se exhiben las estanterías rebosantes de
productos alimenticios, que producen vértigo, causan espanto ante la hambruna
existente y originan un sentimiento de vergüenza moral a cualquiera que se
digne echar un vistazo al panorama mundial.
Cantidades gigantescas de
alimentos se desechan, se tiran, se destruyen, se malgastan, se desperdician,
en fin, de miles de maneras diferentes, bien sea en nuestras casas, en los
restaurantes, en fiestas, en los mismos almacenes y en los supermercados, donde
se dejan caducar de una vergonzosa manera, cuando muchos, o bien se podrían
aprovechar, o sobre todo, se podría evitar su caducidad con una estrecha
vigilancia de los productos y con una mejor racionalización de las fechas en
los que se supone ya no se pueden consumir.
Tremendo el panorama actual en
nuestro propio País y en otros de la Europa Occidental, la más avanzada y rica,
donde tantas familias necesitan acudir hoy a los comedores sociales, y donde
tanta gente espera en los contenedores de basura de los restaurantes y
supermercados, con el objeto de rebuscar entre los desperdicios algo que poder
llevarse a la boca. Qué será entonces lo que está pasando en tantos países de
África y Asia, donde la gente muere de hambre todos los días, y de cuya visión
nos cuidamos para que no hiera nuestra sensibilidad demasiada delicada,
demasiado acostumbrada a la ausencia de imágenes tan duras, tan crudas, tan
reales.
Hay algo que debería resultarnos
particular y especialmente bochornoso, y escandalosamente ignominioso, a la par
que estúpidamente permisivo, y es la obsesión de tanta gente por adelgazar, por
gastarse cantidades ingentes de dinero en productos para no engordar, para guardar
la línea, el tipo, la silueta, logrando con ello un aspecto famélico tal, que
suponen de hecho un insulto hacia las pobres gentes que no pueden llevarse un
trozo de pan a la boca, y todo ello publicitado y resaltado en los medios de
comunicación que airean continuamente todo tipo de productos para mantenerse
escuálidamente perfecto.
Mientras todo esto sucede en
este extraño e irrespetuoso mundo, la FAO, organismo internacional para la
agricultura y la alimentación, anima a la población mundial a comer todo tipo
de insectos, de los cuales hay alrededor de un millón de especies. Así pues,
saltamontes, orugas, abejas, hormigas, langostas y así hasta el millón de
variedades existentes, nos están esperando en el plato para degustarlas con fruición,
como si de manjares exquisitos se trataran.
Seguro que estos consejos no
son para los países desarrollados, sino que se dirigen hacia quienes llevan toda su vida
consumiendo estos alimentos. No sea que se inviertan los términos y nos veamos
cazando insectos.
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