Por razón de mi lugar de
nacimiento, un pequeño y encantador pueblo de la provincia de Segovia, donde
mis padres nos legaron una preciosa casa, muy cerca de Somosierra, situado en
su falda y a su vera, vigilante y privilegiada, siempre presente y majestuosa, tengo
la necesidad y el placer de viajar con frecuencia por la autopista que la
cruza, por la antigua nacional uno, hoy autopista A1, que une el centro del
País con Europa y que veo cómo ahora, desde que comenzó la maldita crisis, ha
ido degenerando a pasos agigantados, con un firme en pésimo estado a lo largo
de muchos kilómetros entre Madrid y Somosierra, que obliga al conductor a
esquivar los baches y los cortes que a menudo se presentan y que nadie se
molesta en reparar, pese a ser una vía muy importante de comunicación con
nuestros vecinos europeos.
Imagínense la opinión que se
formarán de nosotros los susodichos vecinos, cuando procedentes de Francia y
otros países del entorno, contemplen la dejadez, la desidia y el abandono de
una vía de comunicación vital para nosotros y para ellos, que no creo tenga
parangón alguno en sus lugares de residencia, pues no me imagino una autopista
alemana o francesa, pongo por ejemplo, que presente los desperfectos de ésta,
que lleva así ya mucho tiempo – antes se reparaba de inmediato – y que imagino
producirá una pésima impresión en los turistas y ciudadanos europeos que por
ella circulen.
Pero no es la única carretera
que sufre del abandono de Fomento, ya que he leído de muchas otras muy
importantes que sufren del mismo mal, así como otras instalaciones sometidas a
un mantenimiento continuo que ahora se les niega, ni mucho menos aún la única
infraestructura sometida a los recortes presupuestarios que van a dejar a este
País hecho unos zorros.
Las infraestructuras, en
general, están sufriendo un peligroso abandono que repercute en un deterioro
inmediato, con unas consecuencias nefastas a corto y medio plazo, que tendrán
una negativa repercusión en el futuro. Hospitales, edificios públicos diversos,
medios de comunicación, bibliotecas, por
citar algunos, están sufriendo unas restricciones de todo orden, que serán
imposibles de atajar y remediar cuando salgamos de ésta, si es que lo logramos
y que en el mejor de los casos, nos habrá hecho retroceder un decenio.
Pero los desastres de esta
guerra, no sólo se manifiestan en las infraestructuras físicas, sino que tienen
un cruel reflejo en una sociedad, cuyos ciudadanos han visto cómo los recortes
en servicios sanitarios, educación y vivienda, las reducciones salariales y el aumento
de impuestos, han conseguido que su capacidad adquisitiva retroceda a la de
hace diez años - que se lo digan si no a
los funcionarios – que los pensionistas vean rebajada su calidad de vida y se
aumente la edad de jubilación y que se toquen a la baja las prestaciones por
dependencia.
En cuanto al capital humano desperdiciado, con
multitud de jóvenes brillantes que no tienen otro remedio que el de emigrar, es
sobremanera penoso, auténticos cerebros formados aquí y que no tienen
alternativa. Todo ello llevado a cabo de tal forma, que jamás se podrá
recuperar lo perdido ni volver a la situación anterior, lo que constituye una
flagrante y detestable manipulación de la vida de unos ciudadanos de un País,
sobre los que se ha cargado todo el peso de una crisis que ellos no causaron.
A cincuenta minutos desde Madrid,
por la nacional I, en la salida número cien, a unos pocos kilómetros, tienen
ustedes un pequeño pueblo, que es el mío, Duruelo, a un paso de Sepúlveda,
Riaza y Pedraza y las hoces del Duratón, o sea, todo un lujo, con apenas una
centena de amables lugareños, una precios iglesia, un río, dos montes, dos
asadores y una casa rural. Allí se habla poco o nada de la crisis, se respira
aire puro y la carretera, los caminos y las sendas, están en perfecto estado. No
se arrepentirán y se olvidarán de los desastres de una crisis que por allí no
parece haber pasado.
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