Algo que desconocemos los
comunes de los mortales porque no estamos en su piel ni en su posición, pero
que intuimos clara y ciertamente, pues somos su objeto de deseo más preciado,
sin los cuales nada son ni nada consiguen, es la capacidad de los políticos
para mantenerse en el puesto, de aferrarse a él, a la poltrona que les ponemos
en bandeja cuando los elegimos – no a ellos, sino a su partido – haciéndolo de
tal manera que cuando son descabalgados, cuando termina su mandato, la
sensación que parece dominarlos es la que debían de experimentar aquellos que
en tiempos pasados caían en desgracia ante su señor, lo cual no podía suponer
más que, en el mejor de los casos, la vergüenza y el oprobio del destierro y en
el peor, la pérdida de la vida a manos del verdugo encargado de rebanarle el
gaznate.
Afortunadamente para ellos, hemos
progresado en el tiempo y ya no suben al cadalso, sino que retornan a sus
hogares cabizbajos y taciturnos, sabedores de la pérdida de un privilegio que les
mantenía en posiciones de honor y dignidad personal que alimentaba su
autoestima, su poder y como no, su bolsillo principal y en muchos casos el
secundario, preparado para recibir en cualquier momento y ocasión el
sobresueldo que completase una remuneración ya de por sí generosa, pero nunca
suficiente, tal como vemos día tras día en un panorama nacional repleto de
casos de corruptelas que no parecen tener fin.
Digno de ver sería el poder
contemplar cómo elaboran las listas, cómo las confeccionan, cómo se pelean, se
enfrentan, se pisan unos a otros, educadamente, solícitamente, civilizadamente
por delante y con el puñal en alto por detrás, como buenos ciudadanos de un
País, dónde el hecho de entrar en política, no se identifica con el del
servidor público que se debe a sus electores, entregado a su trabajo, con el
fin de satisfacer las demandas de aquellos a quienes representan, sino más
bien, que la política siempre se ha entendido como el chollo a conseguir a toda
costa, que ha de proporcionarle satisfacciones de toda índole, comenzando, como
no, por las económicas, y siempre por el afán de tener una parcelita de poder,
de influencias varias y del dulce y acogedor bienestar que debe proporcionar la
correspondiente poltrona.
No es directamente aplicable,
aunque nos puede valer como ejemplo para la situación planteada, el caso del
inefable Fernando VII, el Deseado, para unos, el Felón, para otros y un
auténtico oportunista para la inmensa mayoría, que entró y salió del Trono de
España en múltiples ocasiones, con idas y vueltas continuas, sometiéndose hoy a
la Constitución y aboliéndola mañana, pero todo con tal de continuar en la
poltrona real que ocupó y desocupó varias veces, durante un período de
veinticinco años.
Rumores insistentes, afirman
que el ex presidente Aznar – Ansar para su amigo Bush – podría volver a la vida
política activa después de muchos años ausente – aunque nunca lo estuvo del
todo – permitiéndose criticar a su partido y de paso al actual presidente y a
su política, lo cual puede ser muy representativo de sus intenciones.
Cierto es que el actual
presidente del gobierno adolece de encanto alguno, de la más mínima proximidad
a los ciudadanos y de una falta de comunicación tal que los medios de prensa
han de verle a través de una pantalla de plasma. Pero verdad es, también, que
la imagen de Aznar es la de la soberbia, la antipatía y el engreimiento más
acendrados. Como contrapartida, parece ser que la inefable Esperanza Aguirre –
que tampoco se fue del todo – parece querer regresar. Alegre y vivaracha, pero
de armas tomar, vuelve cuando la tormenta de los recortes ya ha pasado,
evitando así una impopularidad que nadie desea.
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