Tradicionalmente han sido las
matemáticas la asignatura perversa que tantos sufrimientos ha deparado a los estudiantes,
que veían en ella al monstruo vil y desafiante, capaz de proporcionarles duros
y continuos dolores de cabeza a lo largo de la etapa escolar, desde las tablas
de multiplicar cantadas a coro – excelente y eficaz método para aprenderlas –
por aquellos tiernos infantes que fuimos en tiempos ya muy remotos, en aquellas
escuelas unitarias repletas de niños bajo la batuta del venerable maestro, y la
de niñas regentada por la respetable maestra, que había en cada pueblo,
pueblito y aldea por pequeña que fuera y por remota y alejada que estuviera, hasta las
repelentes ecuaciones que permanentemente se interponían en nuestro camino,
diversificándose y ramificándose, pérfidas ellas, en ecuaciones de primer grado
con una incógnita, con dos incógnitas, de segundo grado, bicuadradas, con una
solución unas, con dos otras y hasta con cuatro, las más malvadas, lo cual
exasperaba al indefenso escolar, sólo ante el peligro que representaban las
equis, las íes, las zetas y finalmente, todas ellas elevadas al cuadrado.
De esta manera, si teníamos
problemas con la inalcanzable aritmética, el enfrentamiento con la física, para
la cual aquella era básica e imprescindible, resultaba tarea imposible, ya que
las matemáticas se hacían necesarias a cada paso que se daba en esta nueva
disciplina, que nos obligaba a utilizar las ecuaciones que con tanto esfuerzo
habíamos logrado superar, tratando de encontrar el oculto resultado de esas
incógnitas que ocultaban tenazmente su valor y que con tanto trabajo finalmente
hallábamos, con las que pensábamos que ya jamás nos volveríamos a encontrar en
nuestro duro camino de bachilleres en ciernes.
Incógnitas que después de tanto
tiempo pasado seguimos hallando en nuestro camino, que necesariamente no
pertenecen al terreno de las matemáticas, que no exigen un método concreto para
resolverlas y que se plantean, no a través del clásico problema en el que nos dan
unos datos para con ellos descubrir otros, sino que se nos presentan de
improviso, sin adelantarnos dato alguno, apareciendo cuando menos lo piensas,
en diferentes lugares y situaciones, pero manteniendo en común con aquellas su
capacidad para permanecer ocultas hasta el momento de descifrar su contenido.
Nosotros mismos, los seres
vivos, somos una incógnita, un valor desconocido por hallar, por encontrar, por
descifrar y llenar de valor y contenido a las eternas preguntas que nos den las
oportunas respuestas con el objeto de saber quiénes somos, de dónde venimos y
adónde vamos, incógnitas para las cuales no tenemos solución alguna, apenas
suposiciones, apenas tímidos acercamientos y conjeturas, pero sin posibilidad
alguna de encontrar un resultado exacto como obtenemos con los planteamientos
matemáticos, donde a cada incógnita le corresponde una o varias soluciones
rigurosas e inapelables, obtenidas mediante la utilización de unos métodos
determinados y concretos, que en nada se asemejan a la contingencia humana, que
nos hace aparecer en el Cosmos como seres no necesarios, aunque posiblemente
muy numerosos, circunstancia que no obstante, no estamos en condiciones de afirmar
con rotundidad, dado lo inmensamente insignificantes que somos ante un
grandioso y majestuoso Universo de proporciones tan descomunales y gigantescas
que nuestras mínimas capacidades no pueden ni sospechar.
Somos una incógnita cuyo valor quizás
jamás llegaremos a despejar. Somos hijos de las Estrellas, integrantes de un
grandioso, infinito y hermoso Universo, que apenas llegamos a observar en un
grado infinitesimal, que nunca llegaremos a comprender y que sólo nuestra
limitada imaginación puede soñar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario