jueves, 16 de mayo de 2013

EL DESPERTAR (Relato)

Apenas un tímido y leve rayo de luz penetraba por la ventana del dormitorio, cuando Andrés despertó en su cama, una fría y desapacible mañana de invierno. Era sábado, y no había prisa por levantarse, pero no obstante, sin saber por qué, decidió hacerlo.
Era una hora poco habitual en un día como éste de descanso, y más aún si se trataba de uno de esos días en los que se aprecia que la temperatura  ha bajado más, bastante más, hecho que se deducía al sacar los brazos fuera de las acogedoras sábanas para comprobar que la estancia se encontraba gélida, quizás más que de costumbre.
Algo indefinible parecía inquietarle particularmente en ese despertar, sin llegar a saber de qué se trataba, algo vagamente ligero e inquietante que le alarmaba y turbaba, que le rondaba en la mente de tal forma, que parecía no tener intención alguna de concretarse, como si se negase a admitir algo que prefería dejarlo olvidado en un rincón lejano del cerebro y no sacarlo a la luz para aparcarlo allí para siempre.
Prefirió no pensar. Giró su cabeza y a su lado contempló a Sole, su esposa, que dormía apacible y dulcemente. La contempló un largo rato con un gesto de honda tristeza, no sabía por qué, ignoraba el motivo, era como si desease decirle algo que preferiría evitar, que le rondaba en la cabeza y que curiosamente, aún ignoraba.
Le colocó las sábanas con un rápido y cuidadoso gesto con el fin de no hacerse notar, de no despertarla, de no molestar el plácido sueño en el que se hallaba. Con un leve movimiento de las manos, separó la ropa de la cama que le cubría, se incorporó lentamente y girándose, apoyó los pies en el suelo y se puso en pie.
Se dirigió a la silla donde habitualmente dejaba la ropa y tomando el albornoz se lo puso con premura, presa de un repentino escalofrío que le heló la sangre de tal forma que se vio obligado a presionar el pecho con ambos brazos tratando de contener los violentos espasmos que imaginaba le conducirían a una tiritera desenfrenada, que adivinaba ya y que le sumiría, en un estado tal, que necesitaría despertar a Sole, pues tal era su miedo y su ansiedad en ese momento.
No lo hizo finalmente, no podía hacerlo al verla tan dulcemente dormida, así que se dirigió por el pasillo, el salón y la cocina y los recorrió con pasos apresurados, ida y vuelta una y otra vez, hasta entrar en calor y conseguir sobreponerse
Entró en el cuarto de baño y se contempló en el espejo con suma atención. Fue entonces cuando lo entendió todo. Su mente se abrió como si de un libro que hubiera estado cerrado se tratara, y sacara a la luz los oscuros y ocultos presagios que le habían acechado en el despertar de esa fría mañana de invierno.
Su contenido, que hasta ese momento se le ocultaba, se mostró con toda su cruel dureza cuando por fin pudo recordar: era el primer día después del despido al que habían sometido a toda la plantilla de la empresa donde llevaba trabajando tantos años.
Era uno más de los cincuenta despedidos, algo a lo que su mente parecía haberse negado a admitir esa mañana y que ahora salía a la luz con toda su crudeza. La fábrica había cerrado y nadie se había salvado. Todos, incluidos los directivos estaban en la calle. Hacía tiempo que se oían rumores acerca de que la condenada crisis económica podía acabar con la actividad que allí se llevaba a cabo, que no había pedidos, que los números no cuadraban y que las pérdidas constantes acabarían en el cierre.
Se vio en la cola del paro, uno más en la interminable fila de hombres y mujeres de todas las edades, de todas las razas y nacionalidades, con caras de circunstancias, con la mirada extraviada, como si cada uno de ellos estuviera encerrado en su mundo interior haciéndose múltiples preguntas para las que, en su mayoría, no encontraban respuesta alguna.
Tenía cincuenta y tres años, con muchos aún por delante para la jubilación, que a él le correspondería a los sesenta y siete, o quién sabe, a lo mejor a los setenta, nada raro, teniendo en cuenta tal como estaba la Seguridad Social, algo que los medios de comunicación machacaban continuamente como una amenaza  y que acechaba a los trabajadores día sí y día también.
Andrés se veía incapaz de encontrar un nuevo trabajo. Con su edad, sin especialización alguna digna de considerar y con la cruel crisis económica campando por sus respetos, el raudal incesante de los despidos y la deteriorada situación social y económica por la que pasaba el País, no veía solución alguna, no encontraba un camino por dónde continuar, se encontraba en un callejón sin salida, abocado a un desempleo que le angustiaba y le llenaba de una inquietud que no podía manejar.
Nunca se había preocupado por reciclarse, por formarse, por mejorar su cualificación profesional, por tratar de mejorar sus conocimientos, por diversificarlos, algo que siempre podría repercutir positivamente en el devenir de su vida laboral.
No tenía afición alguna, salvo el fútbol, la televisión y la partida con los amigos. Sole y él iban al cine algún fin de semana, al teatro en muy contadas ocasiones y a tomar algo esporádicamente, y poco más. Los días transcurrían monótonamente, de casa al trabajo y viceversa. En vacaciones, quince días al mar, ellos solos, ya que no habían tenido hijos, siempre al mismo apartamento que alquilaban desde hace ya muchos años.
Jamás había leído un libro, ni visitado un museo, ni frecuentado una biblioteca. Al contrario que Sole, que le encantaba leer, y que dedicaba mucho tiempo a esa maravillosa afición, según le decía ella, que nunca consiguió que se animase a leer. Él prefería ver la televisión y a lo sumo, algún periódico deportivo que compraba el domingo.
Andrés, le decía Sole, lee este libro, es de Miguel Delibes, te va a encantar, habla de la caza, de la vida en los pueblos, de la gente sencilla. Pero él se negaba. Déjame Sole, me aburre, no me gusta leer, no sé qué sacas de ahí, que le encuentras a la lectura.
Y entonces le mostraba un libro muy pequeño, de muy reducidas dimensiones, de poesía, de un tal Federico García Lorca, con unos poemas pequeños, alegres, y de una gracia tan vivaz que llamaban a la sonrisa: Huye luna, luna, luna / que ya vienen los gitanos, o le hablaba de Antonio Machado: Caminante no hay camino / se hace camino al andar, o de Miguel Hernández: Andaluces de Jaén / aceituneros altivos.
Sole se esforzaba por ganarle para la lectura, pero nunca lo consiguió, recordaba ahora mirándose al espejo. Ahora que tanto tiempo tenía, que se tendría que enfrentar a todo un día completo, sin nada que hacer, sin saber cómo ocupar tanto tiempo con tan poco que hacer.
Después de más de treinta años trabajando ocho horas diarias, ahora el mundo se le echaba encima de tal forma que le abrumaba, le angustiaba y le horrorizaba al pensar que no sabría qué hacer. ¿Cómo conseguiría llenar tantas horas vacías? ¿Acabaría deprimiéndose como había oído que a tanta gente le ocurría? ¿Sería capaz de levantarse cada día sabiendo que nada tenía que hacer? Estas preguntas y otras muchas se hacía con frecuencia y para ninguna encontraba una respuesta que le tranquilizara.
Sole trabajaba también. Entre los dos, aunque no tenían un gran sueldo, vivían sin excesivas apreturas, pese a la hipoteca del piso y la letra del coche que habían renovado hacía ya bastante tiempo. Le resultaba tremendamente duro pensar que ella se levantaría cada mañana para ir a su trabajo y él se quedaría en la cama. Le costaba admitirlo, consideraba que le resultaría insoportable. Sole tendría que mantener la casa y todos los gastos. ¿Pero y si a ella también la despedían? Era para volverse loco.
Anímate Andrés, le decía Sole, no te preocupes, encontrarás algo, ya lo verás, mientras tanto con mi sueldo iremos tirando, la hipoteca no es muy alta y ya nos quedan pocas letras del coche. Ya, Sole, pero mientras tanto, que voy a hacer, además, no hay trabajo para nadie, no lo hay para los jóvenes, así que imagínate para mí con la edad que tengo.
Se veía levantándose pesadamente, sin ganas, sin deseos de comenzar un largo día que ya había comenzado para su mujer hacía varias horas. Desayunaba sin apetito, se aseaba sin ánimo alguno y salía a dar un paseo por un parque cercano, donde se sentaba en un banco después de dar vueltas y más vueltas sin dejar de pensar en su situación, a la que no veía salida alguna.
La desesperación era su inseparable compañera a todas horas, en todo momento. Ahora se daba cuenta del tiempo que había perdido despreciando las aficiones a las que había renunciado y que Sole trató de inculcarle. Además, no sabía hacer nada en la casa, ni cocinar, ni lavar la ropa, ni por supuesto plancharla. Sole le reñía con frecuencia sobre ello, pero siempre encontraba una excusa para evadirse. Ahora se consideraba un inútil y esto le martirizaba.
Si Sole llegara a tener algún problema en el trabajo, si la despidieran, si no entrara en casa ningún sueldo, qué sería de ellos. Llegaría un momento en que no podrían pagar la hipoteca. Se veía en la calle al lado de Sole, desahuciados, sin esperanza.
En esto estaba, cuando de improviso, despertó. Dio un salto en la cama y se incorporó sudoroso e inquieto. Nerviosamente miró a su lado, a la mesilla donde estaba el despertador. Eran las cuatro y media de la mañana y recordó que era jueves, que estaban en primavera y que se levantaba todos los días a las seis y media para ir a trabajar.
Volvió la cabeza hacia el otro lado y contempló largamente a Sole mirándola con una dulzura infinita. Estaba profundamente dormida. Le dio un cálido y amoroso beso en la mejilla y se ocultó entre las suaves y agradecidas sábanas. Todo había sido un sueño, un mal sueño, con un hermoso despertar.

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