Siempre me ha resultado desasosegante
y profundamente descorazonador, a la par que indignante, la certeza de que los
ciudadanos de la mayoría de los países nos encontramos indefensos ante el
omnipresente poder de un Estado, en cuyas manos estamos, con las nuestras
atadas a la espalda, sin apenas capacidad de maniobra, sometidos a sus
dictados, donde no caben consultas, ni preguntas incómodas, urgentes, de rápida
respuesta y mucho menos de inmediata resolución, salvo que utilicemos los
estrechos, tipificados, interminables y sinuosos cauces burocráticos, con el
objeto de que no haya posible escapatoria a las vías marcadas y estrictamente
determinadas por aquella sentencia tan conocida y tan socorrida, de que quién
hizo la ley hizo la trampa.
Y fíjense bien que no hago
extensible esta reflexión a todos los países, ya que soy consciente, al menos
creo en ello, de que afortunadamente existen democracias mucho más perfectas
que la nuestra, donde la proximidad de los gobernantes a los gobernados, la
distancia que los separa, su relación interpersonal, es más corta, menos
distante, más sensible a unos ciudadanos que son los que deben decidir,
gobernar y administrar, a través de aquellos a quienes hemos elegido.
Pero la realidad nos deja ver
con meridiana claridad, que esto está muy lejos de materializarse, que tratan de
guardar las formas, como si nos considerasen los auténticos protagonistas, solo
y exclusivamente hasta el momento en el depositamos el voto en la urna, es
decir, aparentan tomarnos en serio durante las semanas que dura la campaña
electoral, cuando las promesas y las buenas intenciones las derrochan por
doquier, en un compendio que denominan programa electoral, que no merece la
pena tener en cuenta, porque sistemáticamente se incumple, quedándose en un
documento vacío, falso e hipócrita en el que ni ellos mismos creen, pero que
elaboran una y otra vez, siempre con la intención de incumplirlo.
Se me ocurre por un momento,
echar un vistazo al diccionario de la Real Academia de la Lengua, y busco el
término “democracia”. No puedo ocultar mi sorpresa cuando leo lo siguiente: “doctrina
política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno”.
Han leído bien, dice
“favorable”, no dice “consistente en” o “que supone que” o “que da por hecho
que”, sino que está a favor de o que debería ser, que piensa que lo correcto
sería otorgarle el poder y la intervención al pueblo, pero sin afirmar rotunda
y claramente que es así o que debe ser así, lo cual no me extraña después de
comprobar la forma en que los votos se convierten en escaños, que prima a los
partidos grandes y perjudica a los pequeños, o las listas cerradas o la
elección de jueces y fiscales por los políticos, lo cual perjudica la
imparcialidad de los mismos.
Es sólo una interpretación,
como lo es “el poder del pueblo por el pueblo”. El problema reside en que ello
supone instaurar una democracia directa, cercana y confiable al individuo, lo
cual supondría una continua toma de decisiones por parte de los ciudadanos,
ante lo cual, nosotros mismos nos pondríamos límites de inmediato, ante la
supuesta imposibilidad de llevarlo a cabo, demasiado ocupados cada día como
para ocuparnos de esos menesteres.
El comunismo resultó una
experiencia devastadora por su brutalidad en la privación de las libertades
individuales bajo la pretendida máscara de la igualdad y la dictadura del
proletariado, donde el ciudadano se convertía en un objeto propiedad del estado y al servicio del
mismo, donde el incentivo, la iniciativa individual, el afán de superación
carecían de todo valor para unos ciudadanos sometidos a la dictadura del
pensamiento único dirigido por un Estado que era el encargado de reeducar a
quién se salía de los límites establecidos.
En España estamos asistiendo a
los denominados scratches – literalmente rayar, arañar – como un acto de
aproximación de los ciudadanos a sus gobernantes, en aras de reclamar aquello
que no podrían llevar a cabo de otra manera, salvo seguir los cauces marcados
por la burocracia, lo cual conduce al ostracismo más absoluto, a la papelera y,
en todo caso, al paso del tiempo para al final obtener una demorada e
intencionada respuesta que a nada conduce.
Escucho en la radio al primer
ministro turco, amenazar a los indignados de ese País, que llevan ya unos cuantos
días ocupando la plaza Taksim en Estambul, con esa expresión tan impropia de un
demócrata de “se nos está acabando la paciencia”.
¿Pero quién se cree este señor
que se permite amenazar de esta forma a los ciudadanos? ¿Acaso no se da cuenta
de está comportándose como un dictador? ¿Con qué autoridad, con qué permiso se
arroga la facultad de poner un límite a su paciencia, concediéndoles la suprema
gracia de aguantarles, cuando es él el que debe escuchar a su pueblo que lo ha
elegido?
Qué me dicen del imperio por
excelencia de los tiempos actuales, Estados Unidos. No ha sido ni es ejemplo
alguno para nadie, pese a los méritos que hay que reconocerle. Ha hecho y
deshecho gobiernos en el mundo a su antojo, y ahora nos hemos dado por
enterados, aunque ya lo sabíamos, que una gran parte de la población mundial
somos espiados por ellos, hasta el punto de que podrían leer antes que nosotros
los correos electrónicos que recibimos, las intervenciones en las redes
sociales y las comunicaciones de todo tipo que podamos establecer.
La corrupción, el derroche y el
despilfarro generalizado, la dilapidación de fondos públicos por parte de muchos
políticos, la dudosa y poca clara financiación de los partidos políticos, han
llevado a la ruina a este País, que ha cargado todo el peso sobre las clases
más humildes, los trabajadores, con recortes, subidas de impuestos y una
pérdida irreparable e irrecuperable de su capacidad adquisitiva, que conlleva
un descrédito no sólo de la clase política, sino de un sistema democrático
parcial e injusto.
No sé si las democracias de los
países nórdicos se salvan de este desastre democrático. He leído algo sobre el
tema y sin duda presentan características a su favor que las distancian del
resto del mundo occidental donde nos encontramos. Sólo me queda recurrir a
aquello de que la democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno, pero
yo, sinceramente, ya no sé qué pensar.
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