Hace unos años, en un pequeño
pueblo de la provincia de Segovia, donde nací, que apenas llega a los noventa
habitantes, se celebró un hermoso acto en el Ayuntamiento, que consistió en un
homenaje a los ciudadanos de más de noventa años, con un resultado que se
dividió a partes iguales entre hombres y mujeres y que ascendió a la nada
sorprendente cifra por estos lares, de una docena de venerables paisanos, a los
que se les entregó una placa conmemorativa de dicha efemérides, en un acto al
que asistió todo el pueblo, que lo celebró junto a sus saludables vecinos, casi
centenarios, entre los cuales estaba mi padre, y que se cerró con un apetitoso
ágape que todos disfrutamos en alegre y sana armonía.
Volviendo la vista atrás, recuerdo
a una de mis abuelas cosiéndome los calcetines con sus noventa y cinco años,
una mujer que trabajó toda su vida en casa criando a los hijos, en las faenas
del campo, de sol a sol, segando a mano, acarreando las gavillas de trigo, almacenándolas
en la era, para después trillarlas, alventarlas, y posteriormente ensacar el
cereal, para llevarla a la cámbara, nombre que por allí se le da al sobrao o
desván, al igual que se haría con la paja, destinada al pajar, para alimentar a
los animales, tarea ésta que también llevaba a cabo, como tantas otras, día a
día, año a año, y así durante toda su vida, sin descanso, sin queja alguna.
Cuando se fue a vivir con
nosotros, nunca le oí un lamento que surgiera de sus labios, nunca le oí pedir
ni un vaso de agua, salvo que yo se lo ofreciera, yo que siempre estaba
pendiente de ella, fascinado por su infinita paciencia y su prodigiosa salud
que le permitía coser a sus casi cien años. Así era la abuela Petra, madre de
mi madre, que se fue a los ochenta y siete años, a ambas las recuerdo con todo
el cariño del mundo, como a mi abuela María, madre de mi padre que se fue a los
noventa y cuatro años, de los que guardo el mismo tierno recuerdo, a la que
conocí menos, como a mis abuelos, que pese a su duro y ajetreado trabajo,
siempre tenían un rato para sus nietos.
Siempre los recordaré con amor
y respeto. Nunca olvidaré los ratos que pasaba con ellos al amor de la lumbre,
en la cocina, sentados los tres contemplando las llamas que surgían de los
leños de encina, extendidas las manos en busca del agradecido calor que
desprendía, atizando de vez en cuando las ascuas, entre las cuales y envueltas
en papel de periódico yacían enterradas un par de patatas que lentamente se
asaban para mi deleite y que me preparaban todos los días que iba a verlos, que
eran casi todas las tardes después de las faenas del campo y de atender a los
animales.
La escuela, con el venerable
maestro que nunca olvidaré, tan pobre que la gente le llevaba una hogaza de
pan, un chorizo de la matanza o unas morcillas para que pudiera subsistir, estaba
situada en la planta baja del ayuntamiento, justo al lado de la casa de mis
abuelos. En el recreo pasaba a verlos y mi abuela siempre me tenía preparada
una rebanada de pan de hogaza bañada con aceite de oliva y regada con azúcar.
Una auténtica delicia que aún hoy me gusta saborear.
Mi abuela con su pañuelo a la
cabeza y su ancha falda negra, mi abuelo con sus pantalones y su chaleco de
pana, siempre sonrientes, con sus rostros curtidos por el sol y surcados por
las arrugas, fruto del esfuerzo y del trabajo a lo largo de toda una vida de
privaciones. Hace muchos años que se fueron. Aún hoy, cuando voy al pequeño
cementerio donde yacen mis padres, me acerco también a verlos, pese a que
apenas quedan ya huellas, apenas un crucifijo con su nombre. Son tiernos e
inolvidables recuerdos que me devuelven a aquellos maravillosos años de la
infancia, únicos, irrepetibles, hermosamente humanos.
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