No es fácil componer un texto
cuyo título sea el que figura en la cabecera del mismo, ofensivo para muchos,
seguramente debido a una educación como la que tantos recibimos, con una fuerte
componente religiosa que rechazaba por demoníaca y sacrílega una palabra
maldita, que hacía referencia a la mujer pecadora, que vendía su cuerpo lasciva
e impúdicamente, cuyo nombre no debía ser ni siquiera citado, bajo pena de pecar gravemente, y mucho menos
llegar a utilizar los servicios de quien representaba la lujuria y la
voluptuosidad más denigrantes, ante cuyo fugaz pensamiento, debíamos rendir con
urgencia la obligada visita al confesionario, para allí descargar nuestra
conciencia pecadora y evitar de esta manera la condenación eterna que nos
supondría permanecer en esta condición transgresora si hubiéramos de abandonar
este mundo sin la correspondiente confesión, el oportuno arrepentimiento y la
pertinente penitencia.
Y hete aquí, que teniendo esta
expresión un origen puramente castellano, nos encontramos con que muchos eran
los pecadores que poblaban los fértiles campos de cereales de Castilla, cuando
al término de la recolección de la cosecha, los segadores hacían uso de las
profesionales del sexo para celebrar el final de su trabajo, y lo hacían
precisamente en los rastrojos a los que se habían visto reducidas las fincas de
trigo, cebada o avena, por el efecto de la siega, y donde de una forma
incómoda, con apenas una manta por medio, se desahogaban los cuerpos, entre los
surcos plagados de cañas y espigas, como únicos testigos de la lujuriosa y
libertina refriega habida en aquel voluptuoso lugar.
Viene a cuento esta expresión y
por ende estas líneas, no porque haya cometido pecado al permitir que durante
una fracción de segundo mi mente se haya permitido el lujo de entretenerse con
ello – y quiero dejar constancia de mi respeto hacia unas profesionales del
sexo que me merecen más respeto que muchos energúmenos de la política y de la
corrupción en general por ser más honestas, serias y decentes – sino porque ha
poco tiempo, coincidí con una persona a la que siempre veo ocupada, siempre
trajinando, siempre con alguien de la familia en casa, ya sean los nietos, que
son multitud y de todas las edades, ya sea su madre de avanzada edad, ya sean los
hijos que varios son también.
Es esta una persona, ruda de
carácter, con una peculiar personalidad que le hace dar la imagen desagradable
e impetuosa, que en realidad no le corresponde, que es capaz de soltar los
tacos más malsonantes, de poner a parir al más pintado, de mostrarse altiva e
incluso grosera, o de cantar las cuarenta a quién haga falta, tiene sin duda un
corazón muy grande, capaz de acoger a todo el mundo, no sólo a su familia, sino
a cualquiera que la necesite. Se me ocurrió comentarle entonces, cuando iba tan
atareada, con su madre, los niños y la compra, cómo no se tomaba un descanso, cómo
no se cogía unos días y se olvidaba de todo y de todos y se alejaba del ruidoso
y fatigoso mundo en el que se desenvolvía.
Me sonrió ligeramente y con un
leve y mal disimulado hastío, me dice mientras mira a su madre que pesadamente
sube por las escaleras delante de ella: ya lo ves, aquí ando como siempre, como
puta por rastrojo. Le devolví la sonrisa, y en ese momento pensé que algo
habría de escribir sobre la frase en cuestión y acerca de estas increíbles
personas que dedican su vida a atender a su gente a tiempo completo, cuando
tantos padres contemplan con asombro cómo sus hijos vuelven a casa, pero esta
vez con su familia detrás, buscando el cobijo que han perdido o que no pueden
mantener. Como puta por rastrojo, con perdón.
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