La concepción filosófica que
concibe el mundo como una repetición continua de sí mismo allí dónde se
extingue, para volver a iniciarse, a crearse de nuevo, fue postulada por
primera vez por el estoicismo, doctrina filosófica que se debe a Zenón de Citio
en el 301 a.c., y que se conoce con el nombre del Eterno Retorno, que preconiza
que una vez destruido el mundo, todo se vuelve a regenerar, para que todos los
acontecimientos ya vividos vuelvan a tener lugar, entrando así en una infinita y
eterna espiral que lo sume en una conflagración completa, donde todo arde en
fuego, condición necesaria para que después vuelva a sus orígenes.
Dos mil trescientos años
después de formulada esa concepción filosófica, pese a los inmensos avances
habidos a lo largo de todos este tiempo y a la sofisticada tecnología que todo
lo preside, de la cual tan ufanos nos sentimos, continuamos sin conocer nuestro
universo, pues apenas somos capaces de contemplar cuanto tenemos al alcance de
la mano y poco más allá, donde apenas podemos visualizar la luz de algunas
galaxias, y deducir por métodos indirectos su distancia y algún dato acerca de
su composición, cuando los objetos más
distantes observados por estos métodos, distan de nosotros apenas una milmillonésimas
de milímetro a escala cósmica, lo cual nos habla de lo infinitamente pequeños y
ridículos que somos en comparación con un majestuoso y soberbio universo del
que desconocemos prácticamente todo.
Ni su origen ni, su desarrollo,
ni su posible final, hemos logrado despejar definitivamente, y posiblemente
jamás lo logremos – quizás porque no nos demos tiempo para ello – pese a las
diversas teorías imperantes desde hace tiempo, teorías que se encuentran
últimamente en entredicho, incluida la del Big Bang, tan absoluta e
indiscutible hasta hace muy poco y cuestionada en una actualidad que ve cómo
surgen otras nuevas, parecidas, conectadas, pero que de alguna forma la
modifican, hasta el punto de que ahora está casi en retroceso, cuando se afirma
que el universo pudo no tener un principio como antes se afirmaba, sino que
existe desde siempre, iniciándose, expandiéndose y contrayéndose, para de nuevo
volver al comienzo, en una infinita serie de avances y retrocesos, que
curiosamente algo tienen en común con la concepción filosófica del Eterno
Retorno formulada hace dos mil trescientos años por Zenón.
Sin Universo no hay tiempo, y
éste, según la Teoría de la Relatividad – no entiendo por qué se empeñan en
hablar de “teoría”, cuando está hartamente comprobada como realidad científica –
forma junto con el espacio una unidad denominada “espacio tiempo”, que tiene la
peculiaridad de que los cuerpos que en él se hallan, tienden a deformarlo, como
si de una malla metálica se tratara, donde los diferentes cuerpos celestes,
bien sean estrellas, planetas o galaxias, se desplazan por dicha red,
distorsionándola y obligándola a describir un movimiento circular, al que todos
están sometidos, cayendo cada uno de ellos dentro de la deformación del que
mayor tamaño posee, quedando atrapado por él, efecto que denominamos fuerza de
gravedad, a la que ningún astro cósmico puede escapar.
El Estoicismo cifraba el
alcance de la felicidad, en la medida en que el hombre es capaz de convivir
armoniosamente con la naturaleza, lo que equivalía a vivir de acuerdo a la
razón, dominando las pasiones que perturban la racionalidad. El único mal es el
vicio, la conducta pasional desenfrenada. El único bien, la virtud, todo lo
demás es indiferente. El universo y el tiempo, parecen seguir esta doctrina. El
ser humano no.
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