Vivimos tiempos terribles, en
medio de un creciente y angustioso desamparo que acrecienta un sentimiento de
soledad e inseguridad que aqueja a una mayoría de ciudadanos que se ven inmersos
en una sociedad cada vez más indefensa, injusta e insolidaria, a la par que
intolerante, donde el individuo, poco a poco, y sin freno alguno, está sufriendo
un proceso de reducción a la nada, en un acto continuo e imparable, a semejanza
de la expansión del universo incrementando permanente e imparablemente su
velocidad de fuga hacia el infinito, arrastrando con él a las galaxias, en un
desenfrenado viaje que se ve más acelerado cuanto más se van alejando, en una
carrera loca y majestuosamente gigantesca, donde nosotros apenas somos meros
testigos y observadores, mientras aquí, un poco más abajo, en un mísero y
lamentable planeta, luchamos unos contra los otros para intentar sobrevivir,
sin saber si avanzamos o retrocedemos, en un intento por alcanzar un nuevo día,
un próximo amanecer que nos permita avanzar hacia un destino desconocido cuyo
paradero y final se nos oculta a todos y cada uno de los seres que habitamos
este Planeta.
La inmensa mayoría del común de
los mortales, vivimos sometidos al control y la vigilancia de quienes dicen
velar por nosotros y por nuestros intereses, mientras que el resto son quienes
se encargan de llevar a cabo dicho gobierno, unos pocos a los que concedemos
temporalmente el poder de llevarlo a cabo, de regir la vida, los intereses y el
destino de una inmensa mayoría, que debiera confiar en ellos, que tiene el
derecho y el privilegio de exigir para que así se lleve a cabo, pero que
demasiadas veces y cada vez con mayor frecuencia y en mayor medida, ve
frustradas unas esperanzas que en ellos depositaron, lo cual se traduce en una
desesperación, ira y rabia que se incrementa día a día, en un imparable proceso
de descomposición que lleva a la desesperación a tanta gente, que en este País se
siente sola, indefensa y abandonada por una clase política corrupta, inepta, incompetente.
Y ante tanta y tan vergonzante
y miserable demostración de incapacidad, inutilidad y malicia, constatable por
el ciudadano de a pie, que se ve afectado por sus decisiones sin posibilidad
alguna de modificarlas, le queda apenas el recurso a un pataleo que a nada le
conduce, pues nada consigue con ello, sino elevar aún más su grado de
irritación que poco a poco le llevará a un estado de suma desilusión y
desengaño que posiblemente desembocará en un posicionamiento activo en algunos
casos, en una pasividad absoluta en otros y en el resto en una filosofía
práctica y conservadora, evitando complicarse la vida ante lo que considera un
muro infranqueable, ante el cual el individuo nada puede hacer, sino dejarse
llevar por la corriente del río que es su propia vida, sin complicársela ni
atarse a nada que le pueda hacérsela aún más dura e insoportable.
Pero somos los protagonistas de
esta función, de este drama, de esta tragicomedia novelada, cuya entrega por
capítulos a nadie satisface. No tenemos por lo tanto justificación alguna para
llegar a un estado de resignación y desentendimiento que les hace el caldo
gordo a unos políticos a los que sólo les falta que les dejemos las manos
libres para que campen a sus anchas con una patente de corso que así les
concederíamos y que no haría sino multiplicar por cien sus desatinos, sus
desvaríos y su más completa y total desafección que nos dejaría aún más inermes
antes sus fechorías.
Si atendemos a las
instituciones, da la impresión de que se están esforzando por irritar y tensar
continuamente un ambiente social y político ya bastante enervado, con unas
decisiones que originan conflictos permanentemente en una sociedad que no puede
admitir cómo, por ejemplo la Justicia, se empeña en chocar directa y
frontalmente con la sensibilidad de la gente, de tal forma que está
consiguiendo que la alarma social se instale en la población y le recuerde cada
vez con más fuerza la célebre frase del alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, pronunciada
hace ya veinticinco años, y que hoy cobra plena fuerza y sentido, la cual
prefiero no repetir aquí por un elemental sentido de una vergüenza ajena que me
afecta sólo al recordarla, y con la que estuve y estoy plenamente de acuerdo.
La última incalificable
sentencia, de las muchas habidas últimamente, la del Prestige, es una auténtica
burla a la justicia, a la ética y a una sociedad que en su momento se volcó
para tratar de remediar una espantosa catástrofe que según la sentencia nadie
provocó. No hay culpables, no hay indemnizaciones.
Una vez más, nos sumen en la soledad
y en la tristeza ante tanta injusticia y desvarío.
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