Consternación, dolor y rabia contenida, a la par que
un sentimiento de una profunda tristeza, es lo que ha conseguido inspirarme la
foto que ha presidido la portada de la mayoría de los medios de comunicación, en
la que posan los excarcelados de ETA, con los rostros fríos e impávidos, entre
ellos el autor de la muerte de Yoyes, delante de su hijo de corta edad, cuando
intentó abandonar la violencia. Se muestran tensos, casi desafiantes, sin expresar
en su acostumbrado, fundamentalista y delirante discurso el menor rastro de
arrepentimiento, sin la menor intención de pedir el necesario perdón a los
familiares de sus víctimas, a las que me uno en su pena y en su inmenso dolor, que
estas demostraciones consiguen exacerbar en extremo, al contemplar las caras de
los causante de la desaparición de sus seres queridos a manos de unos fanáticos
que sembraron el horror y la muerte durante casi cincuenta años, por lograr
unos objetivos que no han conseguido, utilizando para ello una violencia
despiadada y cruel.
Cuanto odio, desprecio y rencor puede albergar el ser
humano para mostrarse así, ante un País que asolaron con un despiadado
terrorismo, con la injustificable excusa de la consecución de unos objetivos
políticos que no han logrado y que dejó novecientos muertes en su brutal camino,
con miles de familiares teniendo que soportar la helada y dura mirada de los
culpables de su tragedia, sin mostrar el menor arrepentimiento, sin una frase
de disculpa, sin acercarse lo más mínimo a un gesto que pueda interpretarse
como un intento de pedir perdón, como un reconocimiento culpable del mal causado
que pudiera suavizar en parte el dolor de las víctimas que siguen preguntándose
el por qué de tamaña tragedia.
Indiscriminados y brutales atentados, acabaron con la
vida de todo tipo de ciudadanos inocentes, incluyendo niños, que como el resto,
eran simples objetivos militares, medios para conseguir sus fines, según sus
comunicados, en los que responsabilizaban al Estado de dichas ejecuciones,
según el argot utilizado por quienes sembraron un terror, que ahora ya no
consideran necesario, pues según afirman, prefieren continuar la lucha por
otros métodos que sin recurrir a una violencia que por razones obvias, ya no
les resulta rentable, en un alarde de falsa hipocresía que les incapacita
totalmente como autores de un esperado y sincero perdón, que da la impresión de
que jamás cabrá esperar que salga de ellos.
Y sin embargo, se hace absolutamente necesario. Sin él
las heridas difícilmente cerrarán y será difícil dar por terminado uno de los
más negros y terribles capítulos de la historia reciente de este País. Ese
perdón supondría un cierto alivio para los familiares, que verían en ese gesto,
un signo de culpabilidad y arrepentimiento que lograría suavizar el sentimiento
de odio y rencor a la par que sosegar en parte el sufrimiento, a sabiendas que
los autores del mismo abominan y abjuran del mal causado.
Apenas han reconocido el mal causado – multilateral,
afirman en su declaración - de una manera fría y calculada, sin llegar ni un
ápice más allá, sin reconocer su culpa y el tremendo dolor ocasionado. ¿Tan difícil
para ellos es reconocer su culpa sin ambigüedad alguna? ¿Tan duro para ellos
que causaron los trágicos hechos es pedir perdón? ¿Por qué en lugar de
exhibirse como lo han hecho en una pública foto, sin mostrar arrepentimiento
alguno, no han decidido privatizar dicho acto para no ahondar más en la herida?
¿Cómo pueden mostrase así, desafiantes, ante las familias agraviadas y
afligidas por una pena insoportable?
Las familias merecen y necesitan ese gesto de
arrepentimiento. La sociedad en general, también.
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