jueves, 2 de enero de 2014

LA NEGACIÓN DEL DIÁLOGO

Semejante afirmación, supone la renuncia y la oposición frontal a toda posibilidad de acuerdo entre las partes, sean cuales fueren, en un acto de dejación y desistimiento, que conlleva la abdicación y la deserción, bien por una parte, bien por todas, cuyas consecuencias futuras llegarán más pronto que tarde, imposibilitando toda vía de llegar a un acuerdo que podría dar solución y arreglo amistoso a un contencioso planteado, que necesaria y tozudamente seguirá ahí, enquistado, enrocado en sí mismo, encerrado en su naturaleza, en espera de que alguien, con el paso del tiempo y del peso y la inercia del mismo, sea capaz de enfrentar la situación planteada, que de todas maneras seguirá ahí, planeando sobre todo y sobre todos, gravitando por encima de los acontecimientos diarios, que no serán suficientes para desviar la atención sobre el problema principal ya desencadenado, que nada ni nadie podrá obviar por mucho que en ello se empeñen, porque la memoria colectiva, por su propia naturaleza, es imborrable.
La capacidad de dialogar es inherente al ser humano, está en su naturaleza y es una de las esencias del mismo, que por sí sola nos distingue y caracteriza, constituyéndose en uno de los principales y básicos elementos diferenciadores de los seres inteligentes con respecto al resto de los seres vivos, de los que quizás demasiado gratuitamente en un innecesario acto de soberbia, afirmamos rotunda y tajantemente que carecen de esa cualidad que reservamos para nosotros y que a ellos les negamos sin demasiados argumentos para motivar semejante aseveración, que a veces, y con harta frecuencia  queda desmentida, sobre la base de la experiencia diaria, después de milenios de existencia en común.
Cuántos desacuerdos, conflictos, guerras y desafueros de toda índole se hubieran evitado de haber mediado una negociación, una propuesta de entendimiento, una concertación, un intento de pacto, un necesario e inexcusable diálogo, en suma, que hubiera desactivado tanto desacuerdo absurdo, tanta lucha cruel, tanta violencia desatada, tanto rencor y resentimiento innecesarios, que han arrojado incomprensión y animadversión, a la par que dolor y sufrimiento durante tantos milenios y que ha afectado a tantos seres humanos a lo largo de una historia de la humanidad plagada de conflictos, disputas y enfrentamientos.
No podemos ni debemos negarnos al diálogo, no nos podemos permitir semejante lujo que no conduce más que a la perdurabilidad de un conflicto, de un desentendimiento, de una desavenencia surgida entre las partes, las cuales se sentirán, sin duda, en situación de sentirse ofendidas, maltratadas o contrariadas mientras continúe una cerrazón a un necesario diálogo que puede conducir al acuerdo, a un pacto o a un posible entendimiento que sólo llegados a este punto podría alcanzarse, sin el cual, la disensión y el desacuerdo quedarían permanentemente instalados, con la discordia planeando sobre las partes.
Tenemos en este País un conflicto permanente, al modo y manera de los que venimos citando, donde el diálogo brilla por su ausencia, que en estos momentos se limita a una sola Comunidad Autónoma, Cataluña, pero que tendrá su continuidad con el País Vasco, y muy probablemente, pues no podemos descartarlo en un futuro no muy lejano, con otras Comunidades con las que ahora no parece existir conflicto alguno, pero que podrían despertar más adelante, en un proceso de contagio institucional sobrevenido.
El problema es de tal gravedad, de tal importancia, que no puede desplegarse sobre el mismo un impermeable manto de opacidad dialogante que no conduciría sino a la paralización y al consiguiente enquistamiento del mismo con una radicalización en unas posturas, ya suficientemente encerradas en sí mismas, fanatizadas y en extremo enconadas, que en nada favorecería la posibilidad de llegar a un acuerdo, para el que no se dispone de mucho tiempo y para el que se hace necesario sentarse a la mesa en actitud de diálogo abierto con el fin de evitar unas consecuencias difíciles de prever, pero que serían traumáticas, sin lugar a dudas, para un País que ya soporta demasiados sufrimientos.
 No a la negación del diálogo y sí a la posibilidad de dejar abierta una vía al mismo, que pueda dar solución y entendimiento a un problema que está ahí y seguirá estándolo, aunque pretendamos ignorarlo, pues los hechos son a menudo tozudos y la política del avestruz nada soluciona, sino que conduce al desentendimiento y a la consiguiente negación de la capacidad humana para utilizar la lógica y la razón como medio para llegar a los necesarios acuerdos que eviten cualquier tipo de enfrentamiento y de fractura social que nadie en su sano juicio puede desear.
La Constitución no es inmutable – de hecho ha sido modificada recientemente y lo hicieron de tal forma que apenas nos enteramos – y pueden introducirse cambios en su contenido, que eso sí, beneficien no a una, sino a todas las Comunidades Autónomas, y por ende, a  toda España.

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