Semejante afirmación, supone la
renuncia y la oposición frontal a toda posibilidad de acuerdo entre las partes,
sean cuales fueren, en un acto de dejación y desistimiento, que conlleva la
abdicación y la deserción, bien por una parte, bien por todas, cuyas
consecuencias futuras llegarán más pronto que tarde, imposibilitando toda vía
de llegar a un acuerdo que podría dar solución y arreglo amistoso a un
contencioso planteado, que necesaria y tozudamente seguirá ahí, enquistado,
enrocado en sí mismo, encerrado en su naturaleza, en espera de que alguien, con
el paso del tiempo y del peso y la inercia del mismo, sea capaz de enfrentar la
situación planteada, que de todas maneras seguirá ahí, planeando sobre todo y
sobre todos, gravitando por encima de los acontecimientos diarios, que no serán
suficientes para desviar la atención sobre el problema principal ya
desencadenado, que nada ni nadie podrá obviar por mucho que en ello se empeñen,
porque la memoria colectiva, por su propia naturaleza, es imborrable.
La capacidad de dialogar es
inherente al ser humano, está en su naturaleza y es una de las esencias del
mismo, que por sí sola nos distingue y caracteriza, constituyéndose en uno de
los principales y básicos elementos diferenciadores de los seres inteligentes
con respecto al resto de los seres vivos, de los que quizás demasiado
gratuitamente en un innecesario acto de soberbia, afirmamos rotunda y
tajantemente que carecen de esa cualidad que reservamos para nosotros y que a
ellos les negamos sin demasiados argumentos para motivar semejante aseveración,
que a veces, y con harta frecuencia queda desmentida, sobre la base de la
experiencia diaria, después de milenios de existencia en común.
Cuántos desacuerdos,
conflictos, guerras y desafueros de toda índole se hubieran evitado de haber
mediado una negociación, una propuesta de entendimiento, una concertación, un
intento de pacto, un necesario e inexcusable diálogo, en suma, que hubiera
desactivado tanto desacuerdo absurdo, tanta lucha cruel, tanta violencia
desatada, tanto rencor y resentimiento innecesarios, que han arrojado
incomprensión y animadversión, a la par que dolor y sufrimiento durante tantos
milenios y que ha afectado a tantos seres humanos a lo largo de una historia de
la humanidad plagada de conflictos, disputas y enfrentamientos.
No podemos ni debemos negarnos
al diálogo, no nos podemos permitir semejante lujo que no conduce más que a la
perdurabilidad de un conflicto, de un desentendimiento, de una desavenencia
surgida entre las partes, las cuales se sentirán, sin duda, en situación de sentirse
ofendidas, maltratadas o contrariadas mientras continúe una cerrazón a un
necesario diálogo que puede conducir al acuerdo, a un pacto o a un posible
entendimiento que sólo llegados a este punto podría alcanzarse, sin el cual, la
disensión y el desacuerdo quedarían permanentemente instalados, con la
discordia planeando sobre las partes.
Tenemos en este País un
conflicto permanente, al modo y manera de los que venimos citando, donde el
diálogo brilla por su ausencia, que en estos momentos se limita a una sola
Comunidad Autónoma, Cataluña, pero que tendrá su continuidad con el País Vasco,
y muy probablemente, pues no podemos descartarlo en un futuro no muy lejano,
con otras Comunidades con las que ahora no parece existir conflicto alguno,
pero que podrían despertar más adelante, en un proceso de contagio
institucional sobrevenido.
El problema es de tal gravedad,
de tal importancia, que no puede desplegarse sobre el mismo un impermeable
manto de opacidad dialogante que no conduciría sino a la paralización y al
consiguiente enquistamiento del mismo con una radicalización en unas posturas,
ya suficientemente encerradas en sí mismas, fanatizadas y en extremo enconadas,
que en nada favorecería la posibilidad de llegar a un acuerdo, para el que no
se dispone de mucho tiempo y para el que se hace necesario sentarse a la mesa
en actitud de diálogo abierto con el fin de evitar unas consecuencias difíciles
de prever, pero que serían traumáticas, sin lugar a dudas, para un País que ya
soporta demasiados sufrimientos.
No a la negación del diálogo y sí a la
posibilidad de dejar abierta una vía al mismo, que pueda dar solución y
entendimiento a un problema que está ahí y seguirá estándolo, aunque
pretendamos ignorarlo, pues los hechos son a menudo tozudos y la política del avestruz
nada soluciona, sino que conduce al desentendimiento y a la consiguiente negación
de la capacidad humana para utilizar la lógica y la razón como medio para
llegar a los necesarios acuerdos que eviten cualquier tipo de enfrentamiento y
de fractura social que nadie en su sano juicio puede desear.
La Constitución no es inmutable
– de hecho ha sido modificada recientemente y lo hicieron de tal forma que
apenas nos enteramos – y pueden introducirse cambios en su contenido, que eso
sí, beneficien no a una, sino a todas las Comunidades Autónomas, y por ende,
a toda España.
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