Siempre he mantenido una especial relación con el País
Vasco, en la distancia, desde que comencé a interesarme por lo que allí
ocurría, hace ya mucho tiempo, cuando aún era muy joven, casi adolescente,
cuando apenas comenzaba a entender lo que sucedía a mi alrededor y empecé a
interesarme por las noticias que continuamente procedían de aquella hermosa
región, que daban cuenta de la especial situación que allí se vivía y que con
el tiempo tuvo una trágica y terrible repercusión en el resto del País, en
especial aquí, en Madrid, donde los continuos atentados causaban un permanente
estado de tensión y ansiedad, que mantenían en vilo a una población, que
continuamente amanecía sobresaltada por un nuevo hecho violento que llenaba de
temor y rabia a unos ciudadanos acostumbrados a volver la vista hacia el
televisor o el aparato de radio, cada vez que se interrumpía la programación,
señal casi inequívoca del anuncio de un nuevo hecho violento, que dejaba las
calles de Madrid sembradas de sangre inocente.
Y ahora acabo de volver de Vitoria-Gasteiz, fundada en
el siglo XII sobre la originaria aldea de Gasteiz, la capital de Euskadi, a día
de hoy aún desconocida para mí, que parecía tan lejana y sin embargo tan
próxima, a poco más de trescientos kilómetros, como quien dice aquí al lado,
poco más allá de Burgos, apenas unos cuantos kilómetros después de pasar por el
angosto y espectacular paso de Pancorbo, valle que tradicionalmente reclamaban
como frontera o límite natural entre Euskadi y Castilla y León, pero que de
hecho comienza bastante más adelante – hace mucho tiempo que no escucho reivindicación
alguna al respecto – donde comienza la verde llanura Alavesa con una bella proliferación
de viñedos que salpican los márgenes de la carretera que transcurre a través de
la Rioja Alavesa, responsable de los excelentes caldos que en la hermosa ciudad
de Vitoria y en el resto del País, pueden degustarse para deleite de los
amantes del buen vino y de la buena mesa, de los que hacen gala, y con mucha
razón, en esta zona del País, que sabe como nadie disfrutar de los placeres gastronómicos
que la vida nos depara, y que no dejan pasar de largo, tal como el viajero
podrá apreciar tras su visita a esta tierra.
No lo pude evitar en mis varias visitas a San
Sebastián y a Bilbao, como tampoco ahora en Vitoria-Gasteiz. Experimento un
sentimiento un tanto especial, que no he sentido nunca en ninguna otra región
de España y creo que conozca todas, sin excepción. Es una mezcla de lánguida
nostalgia, de extraña melancolía, de un cierto e inexplicable desasosiego, de
una atracción incompleta, quizás el resultado de los recuerdos de aquellos años
de plomo, de aquellos acontecimientos que nos quedaron grabados, que
almacenamos entonces cuando éramos tan jóvenes, que incluso llegamos a
confraternizar, a simpatizar peligrosamente con quienes creímos los luchadores
que venían a liberarnos de los tiranos que nos tenían sometidos, atrapados en
una férrea y tenaz dictadura, hasta que nos dimos cuenta y abrimos los ojos y
contemplamos con horror que no era así, que su autodenominada lucha no era por
nosotros, sino que siempre lo hicieron por ellos, por la liberación de su Euskal Herría,
de su territorio, de sus gentes y con unos métodos, que pronto reprobamos por
bárbaros, injustos y cruelmente inhumanos.
Pero una vez en Vitoria-Gasteiz, recorriendo sus hermosos
paseos, calles, callejuelas y plazas, después de entrar en contacto con sus
amabilísimas gentes, siempre dispuestas a orientarte, a agradarte, a facilitarte
cuanto les pidas, todos nuestros recaudos, nuestros lejanos recelos, se vienen
abajo, se olvidan como por encanto. Hermosísima ciudad verde, llena de parques y
jardines, con numerosas calles peatonales que facilitan la contemplación de sus
limpios espacios, de sus elegantes y bellos edificios, palacios, museos,
iglesias, y numerosos centros culturales, que hacen la delicia del viajero que
acude allí por primera vez.
Abierto por obras es el original lema de la
imprescindible, maravillosa y espectacular visita guiada a la Catedral de Santa
María, la catedral vieja. Esta hermosísima catedral gótica, cuyo origen es del
siglo XII, está abrazada por dentro, por fuera y en sus cimientos, por un
genial entramado de andamios que han logrado salvarla del derrumbe que la
amenazaba, y que desde hace casi veinte años, en un gesto que honra a quienes
lo promovieron, se han empeñado en una restauración que ya fue visitada,
alabada y citada en alguna de las novelas de Ken Follet – Los pilares de la
Tierra, Un Mundo sin fin – al que se le ha dedicado una estatua en bronce de
tamaño natural en los aledaños de esta catedral, que no es la única, ya que
existe otra magnífica de estilo Neo Gótico, de comienzos de siglo XX, que es un
soberbio ejemplo de este singular estilo arquitectónico, hermosamente llevado a
cabo en nuestros actuales tiempos.
Pasear por las callejuelas de la Almendra – se denomina
así a las numerosas calles que configuran el barrio histórico por adoptar en
conjunto la forma de una almendra – es una delicia para los ojos, para el
espíritu y cómo no, para el paladar. Infinidad de tabernas salpican sus
callejuelas perfectamente cuidadas, donde tomar un zurito, un txiquito, un
txacolí o un rioja, suponen tanto una alegría gastronómica para el viajero,
como una satisfacción para las amantes de la cultura, al girar visita a sus
numeras iglesias, museos y centros culturales que encontramos a nuestro paso y
que abundan por doquier.
Completo con esta visita la obligada gira que tenía
pendiente desde hace años con este magnífico y hermoso País Vasco. Volveré, sin
duda, y de paso, recomiendo encarecidamente a cuantos no hayan tenido aún el
placer de conocer Euskadi, que no se lo pierdan, que lo disfruten. Se lo
recomiendo encarecidamente.
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