jueves, 6 de noviembre de 2014

LA LEYENDA DEL ENEBRO Y EL PASTOR

Es Duruelo un pequeño y encantador pueblo Segoviano situado en la falda de Somosierra, bañado por el río Duratón, cuyo pueblo del mismo nombre se halla próximo a él, al igual que Sepúlveda, a cuya comarca pertenecen ambos, y que con apenas un puñado de vecinos, sobrevive digna y honrosamente, merced a la iniciativa de muchos de sus habitantes que decidieron en su día rehabilitar las casas de sus progenitores e incluso construir otras nuevas, y que junto con las urbanizaciones ubicadas en sus proximidades, le han dado una nueva vida que agradecemos quienes nacimos allí y que tenemos la fortuna de disponer de la casa que nos legaron nuestros padres.
Posee una iglesia de origen románico, perfectamente conservada, con un bello retablo y, sobre todo, con una espectacular, bella y esbelta torre en Espadaña del siglo XVII, bastante habitual en Castilla, pero muy rara en cuanto al tamaño, pues dispone de cuatro huecos en horizontal y uno coronando la parte superior, donde se alojan las respectivas campanas en perfecto estado de uso, formando un impresionante, único y hermoso conjunto, digno de ser visitado.
Adosado a la imponente torre, un pequeño cementerio acoge a nuestros queridos ancestros, entre los que se encuentra la tumba de un pastor, sobre la cual surgió como por encanto un formidable enebro, que ha dado origen a una leyenda muy conocida, que afirma que el pastor, que cuidaba de su rebaño en un monte de enebros, al ser enterrado llevaba en sus bolsillos semillas – algayuvas las llamamos – de dicho árbol, que germinaron y dieron origen a un precioso enebro que preside el cementerio a los pies de la Espadaña.
Esta leyenda, con una base muy real, nos recuerda que en la antigüedad no muy remota, la familia solía reunirse al amor de la lumbre baja de la chimenea o del acogedor y agradecido brasero, y allí, los mayores, los abuelos primero y después los padres, narraban historias, cuentos y leyendas, que mantenían en vilo a una entregada audiencia, numerosa generalmente, integrada por los padres, abuelos e hijos, que vivían los relatos con auténtica pasión y con una atención tal que conseguía trasladar a los más pequeños a los escenarios donde se desarrollaba la acción de las múltiples historias que se sucedían en un ambiente familiar, donde la magia y la imaginación más desbordantes, hallaban su más preciado lugar para ser derrochadas a raudales, en medio de una expectación que jamás se veía defraudada por unos narradores que tenían toda la credibilidad de un auditorio que se dejaba llevar intrigado y extasiado ante los hechos narrados.
No han pasado tantos años como para no recordar hechos similares, cuando en los pueblos tenía lugar la fiesta de la matanza,  que duraba un par de días, durante los cuales, las familias se reunían para llevar a cabo todas las acciones necesarias, desde sacar al cerdo de la corte, así se llamaba el cobertizo donde vivía y se le engordaba, hasta el momento en el que el matarife llevaba a cabo su labor, para después abrirlo en canal y colgarlo, para esperar la llegada del veterinario que certificaba que era apto para su consumo, y continuar así el segundo día destazándolo y separando los jamones, los lomos, y el resto, con el que se harían el chorizo, la butagueña y las morcillas, todo ello en medio de la algarabía general de la familia, los vecinos que ayudaban y toda la chiquillería que disfrutábamos inmensamente durante estos días.
Por las noches, todos nos reuníamos en torno a la mesa, al calor del brasero, para después de cenar, jugar a las cartas, a la brisca, o a contar historias y narraciones que contaban los mayores, bien de hechos reales acaecidos allí y en los pueblos de alrededor o bien de hechos y leyendas que habían ido pasando de padres a hijos a través de generaciones. Así pasábamos horas, escuchando a unos y a otros que se iban sucediendo y animando a contar también recuerdos de su infancia, así como historias de sus tiempos mozos, de las bromas pesadas que gastaban a los recién casados, de las picardías de los jóvenes de entonces, de amoríos y otras narraciones que nos hacían reír sin pausa y que nos ocupaban hasta la madrugada.
Recuerdo a los segadores que eran alojados en las casas del pueblo durante el tiempo que duraba su trabajo en el campo. Procedían de Extremadura en su gran mayoría. Por las noches, después de su dura faena, nos contaban historias y narraciones de sus lugares de procedencia, hacían figuras chinescas en la pared y nos hacían disfrutar a la familia entera, en la cocina, en torno a la mesa.
Eran otros tiempos, maravillosos tiempos, de historias y leyendas, que como la del enebro y el pastor, daban otro sentido a la vida, en un ambiente deliciosamente rural, que afortunadamente, aún podemos disfrutar quienes tenemos la suerte de poder regresar allí donde nacimos.

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