Es Duruelo un pequeño y
encantador pueblo Segoviano situado en la falda de Somosierra, bañado por el
río Duratón, cuyo pueblo del mismo nombre se halla próximo a él, al igual que
Sepúlveda, a cuya comarca pertenecen ambos, y que con apenas un puñado de
vecinos, sobrevive digna y honrosamente, merced a la iniciativa de muchos de
sus habitantes que decidieron en su día rehabilitar las casas de sus
progenitores e incluso construir otras nuevas, y que junto con las urbanizaciones
ubicadas en sus proximidades, le han dado una nueva vida que agradecemos
quienes nacimos allí y que tenemos la fortuna de disponer de la casa que nos
legaron nuestros padres.
Posee una
iglesia de origen románico, perfectamente conservada, con un bello retablo y,
sobre todo, con una espectacular, bella y esbelta torre en Espadaña del siglo
XVII, bastante habitual en Castilla, pero muy rara en cuanto al tamaño, pues
dispone de cuatro huecos en horizontal y uno coronando la parte superior, donde
se alojan las respectivas campanas en perfecto estado de uso, formando un
impresionante, único y hermoso conjunto, digno de ser visitado.
Adosado a la
imponente torre, un pequeño cementerio acoge a nuestros queridos ancestros,
entre los que se encuentra la tumba de un pastor, sobre la cual surgió como por
encanto un formidable enebro, que ha dado origen a una leyenda muy conocida,
que afirma que el pastor, que cuidaba de su rebaño en un monte de enebros, al
ser enterrado llevaba en sus bolsillos semillas – algayuvas las llamamos – de
dicho árbol, que germinaron y dieron origen a un precioso enebro que preside el
cementerio a los pies de la Espadaña.
Esta
leyenda, con una base muy real, nos recuerda que en la antigüedad no muy
remota, la familia solía reunirse al amor de la lumbre baja de la chimenea o
del acogedor y agradecido brasero, y allí, los mayores, los abuelos primero y
después los padres, narraban historias, cuentos y leyendas, que mantenían en
vilo a una entregada audiencia, numerosa generalmente, integrada por los
padres, abuelos e hijos, que vivían los relatos con auténtica pasión y con una
atención tal que conseguía trasladar a los más pequeños a los escenarios donde
se desarrollaba la acción de las múltiples historias que se sucedían en un
ambiente familiar, donde la magia y la imaginación más desbordantes, hallaban
su más preciado lugar para ser derrochadas a raudales, en medio de una
expectación que jamás se veía defraudada por unos narradores que tenían toda la
credibilidad de un auditorio que se dejaba llevar intrigado y extasiado ante
los hechos narrados.
No han
pasado tantos años como para no recordar hechos similares, cuando en los
pueblos tenía lugar la fiesta de la matanza,
que duraba un par de días, durante los cuales, las familias se reunían para
llevar a cabo todas las acciones necesarias, desde sacar al cerdo de la corte,
así se llamaba el cobertizo donde vivía y se le engordaba, hasta el momento en
el que el matarife llevaba a cabo su labor, para después abrirlo en canal y
colgarlo, para esperar la llegada del veterinario que certificaba que era apto
para su consumo, y continuar así el segundo día destazándolo y separando los
jamones, los lomos, y el resto, con el que se harían el chorizo, la butagueña y
las morcillas, todo ello en medio de la algarabía general de la familia, los
vecinos que ayudaban y toda la chiquillería que disfrutábamos inmensamente
durante estos días.
Por las
noches, todos nos reuníamos en torno a la mesa, al calor del brasero, para
después de cenar, jugar a las cartas, a la brisca, o a contar historias y
narraciones que contaban los mayores, bien de hechos reales acaecidos allí y en
los pueblos de alrededor o bien de hechos y leyendas que habían ido pasando de
padres a hijos a través de generaciones. Así pasábamos horas, escuchando a unos
y a otros que se iban sucediendo y animando a contar también recuerdos de su
infancia, así como historias de sus tiempos mozos, de las bromas pesadas que
gastaban a los recién casados, de las picardías de los jóvenes de entonces, de
amoríos y otras narraciones que nos hacían reír sin pausa y que nos ocupaban
hasta la madrugada.
Recuerdo a
los segadores que eran alojados en las casas del pueblo durante el tiempo que
duraba su trabajo en el campo. Procedían de Extremadura en su gran mayoría. Por
las noches, después de su dura faena, nos contaban historias y narraciones de
sus lugares de procedencia, hacían figuras chinescas en la pared y nos hacían
disfrutar a la familia entera, en la cocina, en torno a la mesa.
Eran otros
tiempos, maravillosos tiempos, de historias y leyendas, que como la del enebro
y el pastor, daban otro sentido a la vida, en un ambiente deliciosamente rural,
que afortunadamente, aún podemos disfrutar quienes tenemos la suerte de poder
regresar allí donde nacimos.
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