martes, 27 de enero de 2015

EL RESPETO

China, uno de los países más antiguos del mundo, cuenta con la tradición histórica de una civilización milenaria, y se la considera como una nación con una gran riqueza cultural. La cultura tradicional y la virtud de esta nación, tienen una historia que se remonta a la antigüedad, desde la que se cultivan muchas virtudes que han sido incorporadas a su civilización, como por ejemplo, culto y cortesía, sinceridad y credibilidad, laboriosidad y economía, unidad y ayuda mutua, amor a la patria, abnegación al trabajo,  sencillez en la vida y respeto a los mayores.
 El pensador chino, Confucio, dijo que el hecho de que los hijos puedan vivir se debe a la crianza de sus padres, así como ocurre con los animales. Sin embargo, se preguntaba: si uno no demuestra respeto hacia los ancianos, ¿en qué se diferencia de los animales? Mencio, por su parte, también dijo que uno no debe sólo respetar a los ancianos de su familia, sino también a los ancianos de otras familias. A lo largo de cinco mil años de civilización, el respeto a los ancianos ha sido considerado como una cuestión de lógica que corresponde a la ética y la moralidad. Quienes mantienen respeto y benevolencia filial hacia los ancianos son, en consecuencia, respetados por los demás, y en caso contrario, criticados por la sociedad.
En algunas antiguas civilizaciones, los ancianos eran considerados como las personas poseedoras de la verdad, depositaria de la misma, capaz de transmitírsela a quienes se encontraban a su alrededor. En ellos está el recuerdo y la posibilidad de futuro y sus palabras se convertían en consejos que encauzaban el devenir de la vida. Sus arrugas representaban la experiencia de lo hecho, con el espejo del futuro, rasgos que evocaban y proyectaban. Eran no sólo consejeros y guías de ceremonias, sino que encabezaban la siembra de las cosechas, pues conocían el momento preciso de hacerlo.
Los ancianos Gozaban de gran prestigio y respeto entre la población, y así, en otras civilizaciones, se les denominaba “jamo yoye”, es decir, el que recuerda. En otras eran los chamanes los que poseían los conocimientos necesarios para diagnosticar y curar las enfermedades. Todos ellos gozaban de un enorme respeto y en ellos estaba fundado y sentado el principio de autoridad tradicional basado en su prestigio, que poco a poco fue dejando paso al sistema oficial de lucha y sucesión política que impera en nuestros días.
Recientemente, tuve la ocasión de ver un documental, que tenía como protagonista a Juan Goytisolo, de ochenta y tres años, escritor que ha obtenido el premio Cervantes y que vive en Marruecos, concretamente en Marrakech. Convive con una familia marroquí desde hace años, amigos que son, como si  de su familia se tratara, y dónde es sinceramente considerado. Llamó poderosamente mi atención, el hecho de que uno de los hijos de dicha familia, de dieciséis años, cuando entró en la casa y le vio, respetuosamente le besó en la frente, lo cual me impresionó hondamente, y deduje que para estas gentes los mayores son personas que les merecen todo el respeto, y así lo muestran en público. Así mismo comentaban cómo los niños que correteaban por la calle, al verlo, le besaban la mano. Conmovedor y admirable a partes iguales.
Hay circunstancias, situaciones, hechos, en general, cosas, como solemos decir para acaparar el máximo posible en el discurso, que no cambian o no deberían cambiar jamás, como el respeto. En mi infancia, los abuelos eran queridos y venerados de una forma espontánea y natural. Sentíamos adoración por ellos, y adquiríamos la condición de nietos sin que nadie tuviera que recordárnoslo, sin que fuera necesario que nuestros padres nos impusieran la obligación de ir a verlos, algo que hacíamos con frecuencia, y que ellos agradecían, recibiéndonos con una cálida sencillez y una bondad tan natural como agradecida.
Era algo innato, espontáneo y deseado, algo natural e inherente a nuestra infancia, como lo  era el respeto que sentíamos hacia nuestros padres, hacia nuestros maestros, hacia los mayores en general, respeto que no era ninguna obligación contraída, sino una convicción propia y deseada, fruto de una educación basada en la obediencia y  en la máxima consideración hacia los padres, que pese a todo, nada tenía de rígida ni de forzadamente impuesta, sino fundamentada en la admiración y el respeto.

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