Viajar es sin duda, la mejor y
la más hermosa y eficaz forma, no sólo de conocer el mundo con sus gentes, su
arte, su gastronomía y sus costumbres, sino algo mucho más importante y
transcendente para el ser humano, como es el hecho de comprobar cómo esas
aparentes discrepancias se difuminan y desaparecen, dejando paso a una simple y
elemental variedad, basada en una diferente historia vivida a lo largo de los
siglos que ha determinado un rumbo no coincidente con el nuestro en todo lo que
de accesorio tiene, mientras que nada ha cambiado en lo esencial.
Algo así se experimenta en la
hermosa Sicilia. Una isla mediterránea que tanto recuerda a las Baleares o a
cualquiera de las otras ínsulas ancladas en este Mare Nostrum, y que en
tiempos, perteneció a la Corona de Aragón. Verde, montañosa, salpicada de
pequeños pueblecitos colgados de las laderas de las sierras y montañas que
pueblan su interior. Una orografía que obliga a abrir caminos y carreteras
serpenteantes a lo largo de toda su considerable superficie, muy extensa, muy
amplia, con ciudades tan importantes como su capital, Palermo, y otras como
Agrigento, Catania, Siracusa, Marsala, Trapali, y otras, la mayoría de las
cuales situadas en la costa.
Es imposible e ilusorio, pretender
descubrir Palermo por primera vez. Siempre que el viajero vuelve a pisar su
vieja y desgastada alfombra de cemento, recorriendo una vez más sus avenidas, plazas,
calles, y callejuelas, es como si comenzase de nuevo, como si retornase al
mismo lugar, pero con toda su ambientación cambiada. En cada paseo, en cada
excursión a ella girada, se revelan nuevos rincones, se destapan desconocidas
placitas por dónde ya debíamos haber pasado. Es como si la ciudad se hubiera
cambiado de ropa para mostrarse distinta cada vez que la contemplamos.
Palermo, fundada por los
Fenicios en el siglo VIII a.c., es la
ciudad de los contrastes. Como en ningún otro lugar, se mezclan la anarquía con
el orden, la suciedad con la limpieza, las callejuelas más cutres, con las avenidas
más espléndidas, los edificios ruinosos en inmundos callejones, con los
majestuosos y elegantes palacetes, los espacios míseros y decadentes con las
bellas plazas con hermosas fuentes, lo vulgar, borde y cutre, con el arte más extasiante
y refinado, el desorden ruidoso y anárquico del tráfico, con la tranquilidad de
sus calles peatonales, el despropósito de ciertos lugares, con el singular
encanto de sus mercadillos, que llenan de colores, olores y sabores las
callejuelas de la zona antigua de esta increíble y hermosa ciudad.
Si algo destaca a primera
vista, es el espectáculo de un caótico tráfico, dónde nadie parece respetar
nada ni a nadie. La línea continua de vías y carreteras, aquí no cumple función
alguna, algo que comprobamos además en el viaje por el interior de la isla
camino de Agrigento. Apenas se vislumbran semáforos y los pasos cebra, son
considerados un mero adorno. El peatón ha de cruzar con la mano extendida,
confiando en que logre pararlos, algo que generalmente suele conseguirse.
Se circula a toda velocidad,
como si todos tuviesen urgente necesidad de llegar a su destino. Sorprende cómo
los viajeros de los autobuses no disponen de billete o si lo tienen, no lo
utilizan, como también deja perplejo al visitante la suciedad de las calles,
los perros abandonados dormitando en las aceras, y la combinación y alternancia
de edificios señoriales con otros, en el que el abandono y la ruina son tan
notables, que asombra al paseante que abre los ojos desmesuradamente para poder
captar tanto contraste.
Pero esta ciudad esconde
tesoros de una grandiosa y soberbia belleza que ningún viajero debe obviar. Es una
ciudad donde la religiosidad todo lo impregna, con altares y hornacinas en las
calles, placitas y en los rincones más insospechados, donde las vírgenes y
santos reposan entre luces de neón, y dónde el número de iglesias es inconmensurable.
De todas las épocas: bizantinas, barrocas, neoclásicas, algunas hermosísimas y
otras sin un valor artístico destacable, pero siempre acogedoras y valiosas para
sus feligreses, así como edificios de origen fenicio, griego, árabe y normando.
La Chiesa de la Martorana,
iglesia de estilo Normando Árabe Bizantino, del siglo XII, preciosa joya,
maravilla de maravillas. Ha de visitarse sin excusa alguna. Su contemplación
extasía al asombrado viajero que no puede dejar de admirar sus bellísimos
iconos en unos mosaicos que cubren sus arcos, columnas y techos, en un ejemplo
admirable de la capacidad humana para crear belleza e impresionar hondamente la sensibilidad del espíritu
humano.
La Capilla Palatina, de estilo
Bizantino, es un tesoro de un inmenso valor. Fue la capilla real de los reyes
Normandos de Sicilia. Del siglo XII, se encuentra dentro del Palacio de los
Normando, que es la sede actual del parlamento Siciliano. Posee unos bellísimos
mosaicos con iconos que representan escenas bíblicas, y una impresionante y
majestuosa cúpula. El artesonado del techo sobrecoge poderosamente por su estilizada
y espléndida decoración en forma de estalactitas de madera Árabe.
La gastronomía es otra joya a
disfrutar en Palermo. Es una gratísima sorpresa. Se basa en la pasta, pero con
una infinidad de variantes imposible de imaginar. Deliciosos platos, suaves,
ligeros, genialmente condimentados, utilizando un excelente aceite de oliva, lo
cual es digno de agradecer. Buenos vinos, y una excelente repostería que hace
las delicias de todo buen paladar, y todo ello con unos precios increíblemente
ajustados, que sorprenden al agradecido viajero. Hermosa isla de Sicilia y
encantadora ciudad de Palermo. Hermosos destinos de nuestro pequeño mundo a los
que hay que regresar.
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