El dolor se ensaña con una feroz
crueldad, siempre con los mismos seres desheredados, con los más pobres,
humildes y olvidados de este inefable planeta, que navega a la deriva entre
mundos desconocidos que quizás nos dan la espalda, cuando ven tanta injusticia,
tanta ingratitud y tanta maldad juntas, que se ceban con los más desamparados,
en un afán por descargar sobre ellos el sufrimiento y el dolor que no se
reparte entre todos de forma ecuánime, sino que se acumula sobre ellos,
abandonados por unos dioses, que en permanente vigilia, se muestran celosos por
cuidar de sus privilegiados y venturosos hijos, y mantenerlos así alejados de
todo desgracia que pudiera acecharles.
Hasta la Madre Naturaleza parece
haberse aliado con los más fuertes, golpeando y dirigiendo toda su
desencadenada furia contra los que no pueden defenderse, en una brutal
demostración de fuerza con la que aniquila y destruye a los más débiles y desamparados.
Su descomunal destrucción, todo lo puede ante la mirada atónita de los
indefensos seres humanos, que nada pueden hacer ante su formidable poder, que
no respeta nada de cuanto a su paso encuentra, sufriendo sus efectos
devastadores de una manera desigual, según se trate de poblaciones
pertenecientes al primer o tercer mundo, con resultados que son inversamente
proporcionales a la calidad de sus edificios y construcciones, así como a la
capacidad de respuesta ante la adversidad, tan distinta y tan distante de unos
y otros.
Todo el dolor del mundo se oculta
a los ojos de quienes vivimos alejados de tanto sufrimiento. Como si no
existiera, como si al estar alejado de nosotros, no fuese real. No nos afecta
por lo tanto, salvo a la hora de lamentar su existencia, de contribuir con una
pequeña y simbólica ayuda económica, con la pretensión de que ello nos libere
de nuestro mala conciencia, a la par que pasamos la página del periódico o
cambiamos de canal en el televisor, donde las noticias informan de la última
tragedia humana.
Desde el principio de los
tiempos, el dolor y el sufrimiento han perseguido a los seres humanos, de una
forma terrible e implacable. Dolor provocado no sólo por la imprevisible
naturaleza, sino por la maldad y la crueldad de sus semejantes, por el
despótico y tiránico poder de las clases dirigentes tanto políticas como
económicas, desde la más remota antigüedad, hasta un presente donde las guerras
por oscuros intereses, la marginación y la opresión de grupos y naciones,
genera dolor y desamparo en un continuo padecimiento que afecta por igual a los
más débiles, ya sean niños, ancianos o enfermos, sin distinción alguna.
Todo el dolor del mundo se ha
desatado contra los soldados enviados a las guerras como si de carne de cañón
se trataran, con los refugiados y desplazados por ellas generados, con los obligados
a emigrar de sus países a causa del hambre y la miseria, con las víctimas fruto
de la represión de las dictaduras y sus tiranos, con los torturados desde los
orígenes de la humanidad en frías y lóbregas mazmorras, por desafiar a los
déspotas, a las siniestras religiones convertidas en crueles y tétricas instituciones al servicio de sus
inhumanos intereses.
Con los recluidos en campos de
exterminio por los fanáticos que pretendían la limpieza étnica, en aras de una
superioridad racial, con los represaliados por su condición sexual, con los
pueblos oprimidos y sometidos por reclamar una tierra para albergar su nación, con
las mujeres maltratadas, y con las que por el hecho de serlo, son reducidas a
meros objetos, relegadas al ámbito de su casa sin derecho ni consideración
alguna, con los ancianos abandonados, con los más pobres, con los indigentes, con
los enfermos, con los menesterosos en general, y con los pertenecientes a ese
tercer mundo relegado al olvido y al perenne sufrimiento, por el mundo rico y
ostentoso que practica la política del avestruz.
En ellos está presente todo el
dolor del mundo, que nos es tan ajeno y tan distante, pero que está ahí, que no
vemos, que no queremos contemplar de cerca. Está en los hospitales, en la
calle, y quizás incluso encima, debajo o al lado de donde vivimos. En nuestro
propio edifico. Un dolor profundo y silencioso de cuya existencia no dudamos,
pero que nos es extraño porque no abrimos suficientemente ni los ojos, ni el
corazón, porque no soportamos su existencia. Todo el dolor del mundo.
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