La mayoría de la población de
este País, después de la última convocatoria en las urnas, de una forma clara y
serena, propia de una democracia moderna, aún tiene que digerir y asimilar unos
resultados sorprendentes en las elecciones municipales y autonómicas que han
tenido lugar, en una España que es capaz de todo, incluso de demostrar a quien
quiera abrir los ojos y la mente con suficiente capacidad de entendimiento y
una mínima dosis de objetividad, que está dispuesta a llevar a cabo un cambio
político sin precedentes.
Un cambio que ha decidido y protagonizado,
voluntaria y resueltamente, una ciudadanía que se ha mostrado valiente y
ejemplar en todos los sentidos, y ha resuelto cambiar un statu quo, que ya
duraba demasiado tiempo, y que ha juzgado como obsoleto, después de tanto
tiempo soportando un omnipresente bipartidismo que no podía representar a todos
los sectores de una población tan variopinta, tan diversa y con tantas y tan múltiples
sensibilidades, que de ninguna forma podían sentirse representadas con el
actual estado de cosas.
Si a todo ello añadimos la convulsa
situación política y social en la que llevamos inmersos, con la corrupción de
una clase política desprestigiada, un paro desmedido, el sufrimiento por los recortes
sociales y laborales, así como por los dramáticos desahucios a la orden del
día, y la falta de expectativas para una juventud sin futuro, el desenlace era
fácil de intuir ante semejante panorama.
Se ha materializado en las
urnas, con unos resultados que han superado las expectativas más arriesgadas,
en una debacle de los dos grandes partidos, fundamentalmente del que sustenta
al gobierno, que ha sufrido una pérdida de 2.500.000 votos, mientras que la
oposición se ha dejado 800,000 en el camino.
Las candidaturas ciudadanas han
recogido todo el descontento de un importante sector de la población y se han
erigido en los depositarios de la confianza de casi la mitad de los votantes.
Algo más que significativo, que denota el hartazgo de los ciudadanos y su
terminante y decidida intención de castigar a unos y de otorgar su favor a
otros, en un cambio radical que ha dejado asombrados a propios y extraños.
Vislumbrar la más que segura
probabilidad de que Manuela Carmena y Ada Colau, gobiernen los dos principales ayuntamientos
de España, Madrid y Barcelona, respectivamente, constituye, además de una grata
sorpresa, un soplo de aire fresco y una ilusionante e inequívoca señal de que
algo está cambiando.
Dos mujeres, dos esperanzas de
que algo nuevo y diferente está a punto de suceder, para contento y
satisfacción de tanta gente que lleva esperando un cambio de esta dimensión, se
erigen como protagonistas de esta situación, junto con otras muchas personas de
la misma capacidad, que ocuparán cargos de relevancia.
Manuela, procedente de la
carrera judicial, magistrada durante muchos años, es una persona próxima,
afable, sencilla, noble y de un carácter agradable, humano y sensible, capaz de
extender la mano a su oponente que trataba de desprestigiarla: ambas somos
abuelas, le dice; seguro que podemos entendernos.
Ada, luchadora incansable
siempre en pro de los desahuciados, por los que tanto ha luchado y tanto ha
conseguido, es una persona inteligente, capaz, sensata, con una enorme
capacidad de trabajo y una disposición admirable para luchar contra todo tipo
de injusticia y abuso que pueda cometerse contra los ciudadanos.
Dos personas muy valiosas, en
las que se han depositado muchas esperanzas. Suerte para ambas.
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