Demasiados mimos,
consideraciones, halagos y otras lindezas dirigidas a endulzar el pastel,
entendido éste como una persona, un grupo, un determinado hecho, una actitud o
toda una sociedad, suelen tener consecuencias que casi siempre son
desagradables y que generalmente suelen conllevar un efecto de indeseado
retorno, de acerado boomerang, que se vuelve contra quienes cometen dichos
despropósitos.
Sucede con frecuencia que si no
encontramos la manera de sortear la mar encrespada, si tenemos dudas de si
podremos o no navegar en aguas turbulentas, en lugar de enfrentarlas y tratar
de superar la adversidad que las olas representan para una tranquila y apacible
navegación, dejamos el barco en puerto seguro y nos dedicamos a contemplar el espectáculo
desde tierra.
Entramos entonces en el terreno
del halago y la alabanza hasta la extenuación, dedicándole hermosos y bellos
epítetos a esa madre naturaleza que en estado líquido, ha sido capaz de
despertar nuestros miedos, obligándonos a replegarnos sobre nosotros mismos, en
un acto que tiene difícil justificación desde el punto de vista de la gallarda
y valiente actitud que a un buen marino se le supone cuando de enfrentarse a
los elementos se trata.
Y ahí nos enrocamos, tratando
de entender dicha posición, así como de auto convencernos de que hemos hecho lo
apropiado, de que más vale guardar la ropa en paz y buena armonía, que ponerse
a nadar en aguas inseguras, inestables y alteradas por la tormenta desatada,
despertando así los demonios que puedan alterar una tranquila y serena vida que
no desearíamos ver modificada.
Pero situaciones de este tipo, no se pueden
mantener indefinidamente. Llegará un día en que debamos hacerle frente y tomar
una posición abierta y valiente, con el objeto de que no nos supere y nos
veamos obligados a tomar decisiones precipitadas y por ende, posiblemente
equivocadas, que nos conduzcan a una resolución que no nos va a favorecer, y
que nos llevará a extremos y límites no deseados, que podríamos haber evitado.
Con Cataluña fuimos tan
cortesanos, tan zalameros, tan dadivosos, que no parecía existir límite alguno
a la hora de concederles, no ya cuanto pedían, que tampoco era para tanto, sino
para preguntarles qué es lo que deseaban en ese momento, qué es lo que anhelaban,
lo que deseaban, sin dar nada a cambio, por supuesto.
Porque nada les pedíamos, nada
les exigíamos, al menos abiertamente. Daba la impresión de que deseábamos
tenerlos contentos – de hecho, en su momento, se les dijo que se les concedería
cuanto pidieran – o simplemente que estuvieran calladitos. O ambas cosas a la
vez, que es lo más probable.
Existían otros intereses inconfesables, que en
cualquier caso, y dadas las circunstancias actuales, se las han pasado por el
arco del triunfo, con perdón, en un acto no ya de ingratitud, sino más bien de
una inteligencia perversa que saben muy bien administrar como buenos gestores
que son.
La alcaldesa Ada Colau, en unas
recientes declaraciones, y a propósito de una carta abierta de Felipe González
a los catalanes, afirma rotundamente que los ciudadanos de Cataluña se han
sentido insultados, en un acto de una injustificable e incalificable
susceptibilidad, que más bien suena a una forma de quedar bien con los suyos,
con los otros y con los demás, si fuera menester. Mano izquierda, sin duda.
Todo esto explica y viene a
cuento, por la zalamera actitud mostrada hacia ellos durante tanto tiempo, y
que explica esta queja, este lamento,
este sentirse zaheridos y maltratados por esa España que los oprime y maltrata,
gratuitamente, según ellos, por el simple hecho de ser catalanes.
Si tenemos en cuenta las
declaraciones del que fue presidente del gobierno, que fueron absolutamente
dialogantes y carentes de radicalidad alguna, resulta difícil de explicar aún
más esta plañidera actitud de la alcaldesa.
Deberíamos dejarnos de tantas
zarandajas, tanto unos como otros. Pienso que los catalanes son mucho más
listos de lo que Artur Mas se cree. No ignoran, que hace ya tiempo debió hacer
mutis por el foro, cuando perdió aquellos doce consejeros en unas elecciones
que pensaba ganar sin despeinarse. Su ambición le perdió, y ahora ha convertido
su fracaso en una apuesta personal por tratar de salir airoso.
Sentémonos y dialoguemos. Sin
lugar a dudas, la razón inteligente, aplicada sensata y lógicamente,
prevalecerá sobre la obcecación que no conduce sino a la desolación y a la falta
de una visión de futuro, cuya perspectiva no podemos perder.
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