martes, 10 de noviembre de 2015

EL SILENCIO, LA SOLEDAD Y EL OLVIDO

Nada más triste en este mundo, que sentir y experimentar la espantosa soledad de quién nada ni nadie tiene a su alrededor, de quien conscientemente, se sabe al margen de todo y de todos, del que sólo el silencio y el olvido son su seña de identidad, sus inseparables compañeros de viaje.
Pero la soledad más terrible, les pertenece a quienes ni siquiera son conscientes de ello, encerrados como están en un mundo oscuro y abismal, sin recuerdos, ni raíces, ni lazos que los unan a nadie, a solas  con la bruma permanentemente instalada en su mente, con la ausencia de una memoria que se empeña en no recordar, en olvidar, en borrar todo un pasado al que no podrán acceder jamás.
El silencio y el olvido son su único paisaje. Están retirados de un mundo al que pertenecieron, y que ahora los acoge con una mezcla de incredulidad, desconcierto y pena, que les lleva a intentar entrar en unas tinieblas que les resultan imposibles de penetrar.
Tratan de llegar a ellos, a sus inescrutables espacios, a través del sutil contacto, del cuidado pertinaz, y de un cariño y atención al que ellos parecen totalmente ajenos, como si no nos viesen, como si no existiésemos, como si viviesen en un mundo, que no es el nuestro, que ni siquiera es el suyo.
Lo ignoramos casi todo. Desconocemos cómo se sienten, si nos oyen, si nos atienden, si son capaces de reaccionar internamente a estímulos diversos ante los que no manifiestan actitud externa alguna. Ni siquiera sabemos si son conscientes de sí mismos.
Apenas sabemos si sufren, si sienten temor o miedo ante un mundo del que parecen tan alejados. Poco o nada sabemos de ellos cuando en este estado se encuentran. Nos miran sin apenas un ápice de curiosidad, como si no nos vieran, ajenos a todo, a nosotros, a ellos
Parecemos nosotros los que estamos a solas con nuestro silencio, con nuestro olvido, con una soledad que ahora es también nuestra, que la sufrimos con ellos, con los ausentes. Todo en un imposible diálogo, que nos hiere profunda y dolorosamente cuando pensamos si sufren, en la inmensidad de su obligado y tenaz silencio.
Nada parece unirles ya a nosotros. Nos miran, quizás sin vernos, como si transparentes fuéramos, inexistentes, ausentes, para siempre relegados a un segundo e infinito plano, donde quizás habite el olvido en el que ellos quedaron encerrados para siempre.
Quizás nos ven como si fuéramos seres extraños a todo cuanto en su mundo habita, incapaces de reconocernos a fuerza de vernos como individuos a los que nada les une, con los que no existe conexión alguna, ni parecido posible, ni recuerdos, sensaciones, lugares, olores, colores. Nada.
Su cerebro parece haber borrado todo rastro de la vida que en él habitó. Nada parece haber permanecido en una memoria incapaz de guardar y mantener tantas vivencias hoy ausentes, desaparecidas para siempre, en un acto involuntario y cruel, que les ha hecho desaparecer de la existencia anterior, con un férreo y descomunal manotazo, destrozando una vida, y haciéndola invisible de un plumazo para todos cuantos le rodean.
¿Y tú quién eres?                                                                       
Esta dolorosa y cruel pregunta, este corto, perverso y desolador interrogatorio al que inconscientemente nos someten, suele marcar el principio del fin, el temido momento a partir del cual un insondable y profundo abismo comienza a abrirse entre dos mundos, que a partir de entonces se distanciarán, seguramente para siempre. Y sólo quedará una insoportable sensación de soledad, de férreo silencio, y de doloroso olvido.

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