Nada más triste en este mundo,
que sentir y experimentar la espantosa soledad de quién nada ni nadie tiene a
su alrededor, de quien conscientemente, se sabe al margen de todo y de todos,
del que sólo el silencio y el olvido son su seña de identidad, sus inseparables
compañeros de viaje.
Pero la soledad más terrible,
les pertenece a quienes ni siquiera son conscientes de ello, encerrados como
están en un mundo oscuro y abismal, sin recuerdos, ni raíces, ni lazos que los
unan a nadie, a solas con la bruma
permanentemente instalada en su mente, con la ausencia de una memoria que se
empeña en no recordar, en olvidar, en borrar todo un pasado al que no podrán
acceder jamás.
El silencio y el olvido son su
único paisaje. Están retirados de un mundo al que pertenecieron, y que ahora
los acoge con una mezcla de incredulidad, desconcierto y pena, que les lleva a
intentar entrar en unas tinieblas que les resultan imposibles de penetrar.
Tratan de llegar a ellos, a sus
inescrutables espacios, a través del sutil contacto, del cuidado pertinaz, y de
un cariño y atención al que ellos parecen totalmente ajenos, como si no nos
viesen, como si no existiésemos, como si viviesen en un mundo, que no es el
nuestro, que ni siquiera es el suyo.
Lo ignoramos casi todo.
Desconocemos cómo se sienten, si nos oyen, si nos atienden, si son capaces de
reaccionar internamente a estímulos diversos ante los que no manifiestan
actitud externa alguna. Ni siquiera sabemos si son conscientes de sí mismos.
Apenas sabemos si sufren, si
sienten temor o miedo ante un mundo del que parecen tan alejados. Poco o nada
sabemos de ellos cuando en este estado se encuentran. Nos miran sin apenas un
ápice de curiosidad, como si no nos vieran, ajenos a todo, a nosotros, a ellos
Parecemos nosotros los que
estamos a solas con nuestro silencio, con nuestro olvido, con una soledad que
ahora es también nuestra, que la sufrimos con ellos, con los ausentes. Todo en
un imposible diálogo, que nos hiere profunda y dolorosamente cuando pensamos si
sufren, en la inmensidad de su obligado y tenaz silencio.
Nada parece unirles ya a
nosotros. Nos miran, quizás sin vernos, como si transparentes fuéramos,
inexistentes, ausentes, para siempre relegados a un segundo e infinito plano,
donde quizás habite el olvido en el que ellos quedaron encerrados para siempre.
Quizás nos ven como si fuéramos
seres extraños a todo cuanto en su mundo habita, incapaces de reconocernos a
fuerza de vernos como individuos a los que nada les une, con los que no existe
conexión alguna, ni parecido posible, ni recuerdos, sensaciones, lugares,
olores, colores. Nada.
Su cerebro parece haber borrado
todo rastro de la vida que en él habitó. Nada parece haber permanecido en una
memoria incapaz de guardar y mantener tantas vivencias hoy ausentes,
desaparecidas para siempre, en un acto involuntario y cruel, que les ha hecho
desaparecer de la existencia anterior, con un férreo y descomunal manotazo,
destrozando una vida, y haciéndola invisible de un plumazo para todos cuantos le
rodean.
¿Y tú quién eres?
¿Y tú quién eres?
Esta dolorosa y cruel pregunta,
este corto, perverso y desolador interrogatorio al que inconscientemente nos
someten, suele marcar el principio del fin, el temido momento a partir del cual
un insondable y profundo abismo comienza a abrirse entre dos mundos, que a
partir de entonces se distanciarán, seguramente para siempre. Y sólo quedará
una insoportable sensación de soledad, de férreo silencio, y de doloroso
olvido.
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