jueves, 26 de noviembre de 2015

PAN DE DIOS

Cuando éramos niños, en el pueblo, mi madre nos decía que si se nos caía el pan, habíamos de recogerlo con premura, con delicadeza, al tiempo que lo besábamos y pronunciábamos con respeto y agradecimiento "pan de Dios".
Era pan que amasaba y cocía mi abuelo Pablo, el padre de mi madre, el panadero del pueblo, en un maravilloso y encantador horno de leña, que tantas veces visité, y donde disfruté tantos y tan largos ratos de mi infancia con mis queridos abuelos mientras hacían ese excelente y sabroso pan, cuyo sabor, textura y olor, afortunadamente aún retengo en mi memoria.
Eran tiempos de escasez, de poseer lo justo, lo necesario, y aunque nunca faltó, fue en gran medida porque se consumía con sensatez, con una obligada frugalidad, donde nada se tiraba, donde todo se guardaba, para la tarde, y de ahí para la cena, y el resto, para mañana.
Y cuando pese a todos los cuidados y reticencias, aún quedaba algo en el puchero, nuestra madre lo aprovechaba y lo reconducía para cocinar otro plato, bien para ropa vieja, bien para el cocido, o para vaya usted a saber, lo que las maravillosas y mágicas manos de nuestras madres eran capaces de urdir, y que siempre se decidían en una nueva receta que se materializaba en la mesa.
 Pero nada se tiraba.                                          
Hoy contemplamos con estupor y una mal disimulada vergüenza, cómo en restaurantes, banquetes, salones, bodas, palacios, conventos, hospitales, y hasta en nuestra propia casa, se tiran ingentes cantidades de alimentos a la basura, no sólo ese pan de Dios de nuestra infancia.
Un desaforado, absurdo, inútil y ridículo consumismo, está destruyendo cada día miles de toneladas de comida en perfecto estado, que se desecha en este primer mundo opulento y hastiado de todo, harto hasta la saciedad y la obesidad más recalcitrante, mientras en el resto del Planeta, millones de seres humanos se mueren de hambre.
Contemplamos su imagen en los medios de comunicación, y vemos a los niños esqueléticos inmersos en la miseria y la hambruna más espantosa,y ya casi ni nos inquietamos.
Apenas un comentario, mientras quizás estemos depositando en la basura la mitad del contenido de nuestro plato, tan hartos, llenos y satisfechos estábamos ya. Nada que ver con mis infantiles tiempos, en los que las hogazas de pan se guardaban en el arcón de la cocina. Allí se conservaban, con las rebanadas sobrantes del día.
Me sentaba entre mis abuelos al amor de la lumbre, en la cálida cocina donde siempre la acogedora lumbre baja parecía estar encendida, con la agradecida leña de encina crepitando, y sobre todo, con su amable y tierna compañía, mientras me asaban unas deliciosas patatas en el rescoldo que se iba depositando en el fondo, entre la ceniza aún caliente.
En otras ocasiones, me preparaban unas maravillosas rebanadas de hogaza de pan, bañadas en aceite de oliva y rematadas por una ligera capa de azúcar, que hacía las delicias de un paladar, que como ahora, sigue deleitándose con semejantes maravillas gastronómicas, basadas en la sencillez de unos productos naturales y de una extrema calidad, a base de ser genuinamente auténticos y originales.
Qué demoledor contraste, casi  inmoral, y siempre injusto, entre los súper abastecidos supermercados de Occidente, y la miseria en la que se ve sumida una inmensa cantidad de ciudadanos en todo el mundo, que no poseen nada, que mueren de inanición cada día, ante los ojos del resto de un Planeta, cada vez más cubierto de desperdicios, entre los que se encuentran toneladas de alimentos, que tiramos a la basura, para nuestra vergüenza y oprobio.

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