lunes, 4 de abril de 2016

AQUEL AÑORADO COCHE DE LÍNEA

Procedente de Sepúlveda, donde tenía su base y origen, de dónde partía en su lento recorrido a través de los pueblecitos como el mío, Duruelo, llegaba La Rápida, el coche de línea, que tenía como destino Segovia capital, y que diariamente, sin faltar un sólo día, iba por la mañana y regresaba por la tarde, siempre puntual, siempre con el toque de bocina que avisaba de su entrada en el pueblo.
Pese a las frecuentes nevadas y abundantes heladas que teñían de blanco las descarnadas y polvorientas carreteras que por aquel entonces sembraban los campos de Castilla, jamás faltaba a su cita. Era un viejo autobús, de morro prominente, dónde se alojaba un incansable motor que no recuerdo llegase a fallar en ningún momento, lento y ruidoso, con un rugir tan peculiar, que después de tantos años como han pasado, lo mantengo en mi memoria, en el archivo de los sonidos de mi infancia.
Renqueante, el viejo y pesado autobús entraba en el pueblo después de pasar por unas aldeas y pequeños pueblos como Sotillo, a pocos kilómetros de Duruelo. Se hacía notar su llegada, con el ruido característico de su motor diesel, que despedía un penetrante olor, que a los más pequeños nos encantaba, nos embriagaba hasta tal punto, que lo seguíamos por la travesía del pueblo, hasta que desaparecía, camino de la siguiente parada, en su decidido camino hacia Segovia.
La parada en el pueblo, siempre constituía un pequeño acontecimiento, o al menos, así nos lo parecía a los pequeños, que siempre estábamos allí a la hora de la vuelta por la tarde. Era un motivo para reunirse, ya que además, la parada tenía lugar en la puerta de un pequeño bar, donde casi siempre había gente ya fueran clientes del mismo, ya fueran curiosos lugareños que acudían cada tarde con el objeto de ver a los contados viajeros que bajaban, o bien porque fueran a recoger algún paquete que esperaban de la ciudad o de cualquier pueblo del recorrido, o algún encargo particular hecho al conductor, algo bastante frecuente.
Viajar hasta Segovia, poseía un encanto muy especial - Manolo, el conductor, siempre me ponía a su lado, en el primer asiento, cuando iba a examinarme al instituto - sobre todo en invierno, en aquellos inmensamente largos inviernos, eternos, intensamente fríos y hermosamente blancos, que comenzaban en octubre y llegaban hasta finales de marzo e incluso abril, mes en el que recuerdo haber contemplado alguna nevada, algo que hoy resulta extraordinariamente raro, en una estación, que entonces ocupaba la mitad del año.
El viaje desde Sepúlveda a Segovia, solía durar más de dos horas, con entradas y salidas de la carretera principal a recoger a los posibles viajeros, si es que el pueblo quedaba alejado, por infames carreteras, caminos más bien, que maltrataban a la máquina y a los viajeros, que no obstante disfrutaban en santa compaña, pues solían conocerse entre ellos, a base de ser habituales del trayecto y de proceder de pueblecitos, que en ningún caso superaban los cien habitantes.
Después de Duruelo, pasaba por Tanarro y Perorrubio, San Pedro de Gaíllos, La Matilla, La Velilla, y otros, dónde solía recoger por la mañana y devolver por la tarde, a las pocas gentes que decidían ir a la Capital, a resolver asuntos administrativos, a citas hospitalarias, a hacer compras diversas, que tan sólo allí podían encontrarse, a visitar a familiares o a coger La Sepulvedana o la Serrana, con destino a Madrid, pasando por el puerto de Navacerrada, que en invierno casi siempre había que subirlo con las cadenas montadas, en un viaje épico, que yo hice en numerosas ocasiones, de los que mantengo un recuerdo imborrable.
No obstante, para la mayoría de la gente, era un viaje de ida y vuelta en el mismo día, que daba para mucho, sobre todo para quedarse a comer en los numerosos, deliciosos y económicos restaurantes que como siempre han poblado nuestra bella ciudad.
Qué maravilla comer entonces en Segovia, a base de lo que hoy denominaríamos plato del día, auténtico, sabroso, verdadera comida casera servida en platos y cuencos de barro, como la inigualable sopa castellana que degustaba cuando iba con mi padre y comíamos en un restaurante a escasos metros de nuestro majestuoso y soberbio Acueducto.
Muchos de estas casas de comida, aún permanecen abiertas, pese a que son más los que no han resistido el paso del tiempo y han desaparecido del entorno de la ciudad, que no de nuestra memoria. Como aquellos coches de línea, auténticas reliquias hoy, que tuvieron su tiempo y su lugar en una España que comenzaba a despertar de un largo y duro letargo, y que hoy recordamos aquí, en lo que deseo y espero constituya un homenaje a aquellas gentes que poblaban aquellos campos de nuestra hermosa Castilla.

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