jueves, 28 de abril de 2016

LA HORA DEL ÁNGELUS

Afloran con inusitada frecuencia, a la vez dulces y sutiles, los evocadores recuerdos que se apoderan de mi, cada vez que regreso a la casa del pequeño y encantador pueblo segoviano donde di en nacer hace ya demasiados años, situado en la falda de la cara norte de Somosierra.
Un encantador lugar, dominado por un arco de sierra de casi ciento ochenta grados, cubierta de un manto blanco durante el duro y largo invierno, y de una capa de un ligero y gris azulado, el resto del año, salvo en la explosiva y radiante primavera, que todo lo inunda de un luminoso color verde.
Abandonar la carretera que conduce a Sepúlveda, Segovia capital, Cantalejo, y otros pueblos de la provincia, supone adentrarse en  un pequeño trecho de apenas quinientos metros, flanqueados por pequeños y delicados huertos, plantíos de chopos y álamos, que nos dan la bienvenida a uno de los encantadores pueblecitos de la comarca y tierra de Sepúlveda, que en su tiempo dieron en denominar Duruelo.
La entrada nos regala la visión de las primeras casas, todas ellas dispuestas a la izquierda de una carretera que camina en dirección a Duraron y sus Hoces, serpenteando desde el comienzo al final, dejando a su derecha las verdes praderas y tierras de labor, que llegan hasta el río Duratón, el monte, y al fondo, omnipresente y vigilante, la sierra que todo lo preside y domina, con sus brazos abiertos, en un gesto de protección hacia los campos, los pueblos y las gentes que se hallan en sus estribaciones.
Apenas entramos en el pueblo, giramos a izquierda por una de las primeras calles, bordeadas por casas de una planta, de un blanco impoluto, de recia figura, de aspecto sólido y firme, bien cuidadas, de recios y pétreos muros, siempre dispuestas para acoger a sus fieles moradores.
Llegar a la casa que construyeron mis padres hace sesenta años, es entroncar con mi más tierna infancia. Recuerdo vagamente, como se empezó su construcción, cómo los albañiles de Santa Marta del Cerro, un pueblecito próximo, se afanaban en los cimientos de la fachada, y cómo los gruesos muros iban ascendiendo en su viaje vertical, abriendo a su paso las ventanas y el balcón, orientado hacia la imponente Somosierra, cuyas espléndidas vistas constituyen todo un privilegio para quién quien tiene la suerte y la fortuna de disfrutarlas.
Entrar en ella, después de pasar através de la verja que da paso al espacio verde y deliciosamente ajardinado que preside toda la fachada, supone contemplar la escalera, al pie de la cual tengo la inefable foto de la comunión, que conservo como un pequeño tesoro, vestido de etiqueta, con el riguroso y elegante traje que entonces se llevaba para tan solemne ocasión.
Es la imagen más nítida que mantengo de aquel tiempo tan pleno de magia e ilusión como de permanente felicidad que nos regala la infancia durante esos entrañables e irrepetibles años, que son un regalo que la vida nos hace, y que jamás nos volverá a dedicar, ya que es un terreno que pisamos una sola vez en nuestra existencia, que deja unas huellas indelebles para el resto de nuestros días.
Recorro cada una de las estancias, comenzando por la planta de arriba, que conserva intacto, pese al paso de los años, un suelo de madera, sin brillo, pero con toda su natural y robusta nobleza, de la que no parece haber perdido ni un ápice pese al largo e inexorable transcurrir de los años.
Abro las puertas que dan acceso al pequeño y en apariencia frágil balcón, suspendido sobre el jardín, y contemplo las maravillosas vistas que la visión de la sierra y de los bosques de encinas y robles depara, a la par que respiro honda y profundamente, en un gesto que tiene más de pulso instintivo que de acción voluntaria, pues el aire fresco y puro tiende a desatar los más naturales y espontáneos gestos humanos, ante la contemplación y deleite de la naturaleza en estado puro.
Un paseo por la amplia cámbara, término con el que se designa por estos lares al desván o sobrao, como por otros lugares se conoce, es llevar a cabo un viaje por el tiempo transcurrido en estos sesenta años. Algo que hago con frecuencia, y que me sigue sorprendiendo, como si el tiempo se hubiera detenido, como si tantos objetos y muebles que anduvieron por la casa, se hubieran retirado allí a descansar.
Allí se pueden encontrar numerosos libros relacionados con la profesión que ejerció mi padre, que fue secretario de ayuntamiento de Duruelo y de varios pueblecitos más de los alrededores. Libros de administración local, de lecturas diversas, y algunos ejemplares muy antiguos, que he decidido restaurar. Merecían la pena. Todos ellos en estanterías cubiertas de polvo, en cajones y en muebles que aún se mantienen en pie.
Ollas enormes de cobre, dónde se cocían las morcillas de la matanza, aperos de labranza y objetos de todo tipo, que se han conservado, más por inercia que por la utilidad que dudosamente puedan a estas alturas deparar, a quien no obstante se deleita con su visión.
Baúles de varios tamaños, con objetos de todo tipo y condición, ya sea ropa, más libros, revistas, cajas de metal y de madera. Arcas y arcones, que debidamente restaurados, harían las delicias de los amantes a los muebles antiguos, para espacios, ambientes y casas rurales, fundamentalmente, dónde sin duda, cobrarían nueva, radiante y desbordante vida.
Bajo de nuevo y entro en la acogedora cocina, el aposento de la casa del que más  recuerdos atesoro, porque allí pasábamos casi todo el día, en compañía de mis recordados padres, a los que sigo viendo allí, sentados al amor del brasero, sobre todo en las largas noches del interminable y helador invierno, con la cocina económica proporcionando un agradable y tibio calor gracias a los leños de roble y encina que la alimentan.
Instintivamente dirijo la mirada hacia arriba, hacia una de las esquinas, hoy vacía y entonces el lugar dónde encontraba acomodo el aparato de radio, todavía hoy en perfecto estado de uso. Sustentado en un poyete de madera, y cubierto por el pañito de encaje que mi madre amorosamente tejió a mano.
Presidía desde su privilegiado lugar la acogedora estancia, siempre dispuesta para hacerse oír, a casi todas las horas, ya fuera el diario hablado de las catorce treinta, las radio novelas de parte tarde, y tantos otros programas habituales que lograban entretener y deleitar a la pequeña y agradecida audiencia que los seguía cada día de forma incondicional.
Recuerdo de una forma un tanto especial uno de ellos, que apenas duraba un par de minutos, pero que se me ha quedado grabado, quizás por lo que de recogimiento tenía, que lograba sobrecogernos, al tiempo que alteraba la tranquilidad diaria con su mensaje inalterable a lo largo de tantos años. Era de contenido religioso e interrumpía la programación siempre a la misma hora: La hora del Ángelus.

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