domingo, 9 de agosto de 2009

EL VUELO DE LA GAVIOTA

El inimitable y bello planeo de una gaviota adentrándose en el mar, a muy baja altura, casi rozando el agua, con sus alas de una envergadura tal que a corta distancia se nos antoja imposible, constituye un hermoso y singular espectáculo que constituye todo un deleite para los sentidos y un gozoso lujo para el espíritu.
Su aerodinámica silueta, de un blanco inmaculado, describe un arco descendente que finaliza con un suave amerizaje de una precisión absoluta, imposible de imitar por cualquier objeto volador creado por la mano del hombre, empeñado en emular su vuelo, con resultados a veces desafortunados, que con trágica y pertinaz frecuencia nos recuerdan cual es nuestro lugar en la naturaleza.
Jamás poseeremos su gracia ni evolucionaremos como ellas en su medio natural dejándose llevar por las corrientes de aire que las mecen, las miman y las acunan, subiendo y bajando, girando y volteando vertiginosamente al compás de los vientos, sin mover las alas, planeando, disfrutando del incomparable paisaje que desde su privilegiada posición disfrutan
Desde Ícaro, que en su desafío al Astro Rey perdió sus alas que envueltas en llamas dejaron de sustentarle en un medio que no era el suyo, el ser humano no ha cejado en su empeño hasta conseguir imitar a las aves. Con alas de metal, cuerpo de acero y alimentado por un estruendoso rugido que lo impulsa y lo mantiene en un medio hostil, ha logrado superar un desafío que le viene obsesionando desde el principio de los tiempos, cuando elevando la vista al cielo contempló su vuelo por primera vez.
Dominado el aire, el hombre miró más arriba, hacia el espacio exterior y contempló las estrellas. Se sintió inmensamente pequeño, insignificante, pero no por ello renunció a soñar que un día pudiera volar más alto y visitar otros mundos tan lejanos como desconocidos.
La luna estaba ahí, a la vuelta de la esquina. Hacia ella dirigió todas sus miradas y con esfuerzo titánico y férrea voluntad, allí se posó, por primera vez, con emoción, con orgullo ausente de soberbia, con humildad al contemplar desde allí nuestro planeta tan pequeño, tan insignificante, en medio de la nada, inmerso en la oscuridad y la soledad más absolutas, como un minúsculo punto en una de las infinitas galaxias que pueblan el portentoso universo.
Leo en un diario un delirante titular que afirma que el futuro de la humanidad está en la conquista del espacio. La estrella más cercana, Alfa Centauro, se encuentra a casi cinco años luz de la Tierra. Vega, la hermosa estrella blanco azulada dista de nosotros veintiséis años luz. Imaginemos que en sus sistemas planetarios hubiera alguno habitable. Ni siquiera en sueños logramos concebir esas distancias. Por otro lado, los planetas de nuestro sistema solar, que tenemos al alcance de la mano, son lugares inhóspitos, incompatibles con la vida humana, a distancias insignificantes, pero que el hombre no puede afrontar.
Nuestro futuro está aquí, en este planeta que estamos destruyendo cada minuto que pasa y al que no damos respiro alguno. Por él debemos velar y es a él al que debemos regresar cada día para dejarlo otra vez impoluto, como nos lo legaron nuestros antepasados hace cientos de años.El hombre ha pisado la Luna, ha hollado con sus pies otro mundo y desde allí ha vuelto sus ojos con nostalgia y humildad hacia la Tierra, su hogar y su refugio, donde el milagro de la vida se abre camino cada día, donde las gaviotas, con su grácil vuelo, nos recuerdan cada día que apenas somos un soplo de aire fresco, un sueño de tierra, mar y cielo.

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