No lo he podido evitar. Existen
temas que por su propia naturaleza me merecen un cierto rechazo que me llevan a
dejarlos de lado, a obviarlos en cierta manera, a no considerarlos, hasta el
punto de no pronunciarme sobre los mismos, debido fundamentalmente a una
ideología agnóstica que me conduce en ocasiones a no tomar en consideración
asuntos, que aunque no quiera, soy plenamente consciente de que son de tal
relevancia, que aunque intente marginarlos, no debiera hacerlo, pues los acontecimientos
que afectan en general a grandes sectores de opinión, están ahí y son tan
tozudos, que por mucho que intente darles plantón, continuarán latentes ahí, en
este mundo globalizado y afectado por unos medios tecnológicos a los que no se
les escapa acontecimiento relevante alguno, y éste, al que me voy a referir, lo
es, por mucho que intente quitarle importancia o restarle una publicidad, que
de todas formas posee a raudales.
Con ese aspecto desgarbado, de
cura antiguo de pueblo – de alguno que yo recuerdo, que no de todos - de aquellos curas que había en cada aldea,
por pequeña que fuera, de aquellos que no se distinguían precisamente por hacer
y deshacer a su antojo en todos los sentidos, de los que no necesitaban que les
besasen la mano, que bailaba en las fiestas recogiéndose la sotana o jugaba al
fútbol con los niños o se tomaba unos vinos en el bar mientras jugaba al mus
con las gentes del pueblo y dedicaba su tiempo a los que le necesitaban, que no
obligaba a ir a misa, ni a confesarse y que siempre estaba visible para todo y
para todos, con ese parecido, digo, y salvando las necesarias distancias, se
nos ha presentado de improviso un Cura Argentino que viste de blanco y reside
en Roma, en el Vaticano.
El Papa Francisco, Francisco
más bien, a secas, como le llaman y parece ser que desea ser llamado, ha
irrumpido en sus dominios como un elefante en una cacharrería, con unos andares
de parroquiano más que de Papa, con una insultante soltura impropia de quien
ocupa el sillón de Pedro, con una sonrisa perenne y contagiosa, que deja a años
luz a su predecesor Ratzinger – que por cierto sigue sin abandonar su sotana
blanca de Papa – que no se distinguía precisamente por su alegría, sino por ser
un estudioso teólogo, al contrario que Francisco, que parece, o al menos
intenta, estar más cerca de la realidad de la calle, de los necesitados, de la
misión que le corresponde a una Iglesia que nunca ha ejercido de defensor de
los pobres.
Contemplo cómo se desenvuelve,
andando a zancadas, sin muestra alguna de boato o de ceremonial, que era muy
propio y acentuado en sus antecesores, sonriendo, con una sencilla sotana y un
humilde crucifijo, y no puedo evitar un mínimo sentimiento de simpatía hacia
alguien, que además, habla nuestro idioma, que siento más próximo por el hecho
de que no parece un Papa al uso, con ese aire de cura bonachón y simpático,
sencillo y campechano, que no obstante tiene una enorme y complicada tarea por
delante, que si quiere llevarla a cabo, tendrá que luchar contra una Curia
Romana que no va a permitir de ninguna manera – que se lo digan al pobre Juan
Pablo I – que alguien venga a trastocarles sus planes.
Le deseo suerte a Francisco, un
hombre que ha sido elevado a la dignidad de Papa, pero que no parece querer
aparentarlo en exceso, que desea ser y estar más cerca de los humildes, de los
pobres, de los menesterosos. Difícil misión la suya si de verdad pretende
cambiar una Iglesia que lleva dos milenios anclada en unas posiciones que le
alejan de su auténtica misión, que no es otra que la de estar del lado de los
desheredados de la Tierra
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