Si levantásemos la sufrida
alfombra que se extiende a lo largo y ancho de la gran ciudad, descubriríamos
con asombro una intrincada y tupida red
de túneles, que a diferente nivel se cruzan unos con los otros, conformando un
mundo oculto y sorprendente, difícil de imaginar desde el horizonte en el que
nos hallamos, a muchos metros sobre una superficie que vive al margen de un
submundo que se desenvuelve y vive al margen de él, como si no existiese,
ignorándolo, pese a encontrarse tan cerca, a sus pies, bajo la jungla de
asfalto donde la civilización humana sobrevive en su continua y febril batalla
diaria contra las rugientes máquinas que se han apoderado de su espacio vital.
Las bocas de acceso devoran a
los viandantes que se sumergen en estos vomitorios donde desaparecen en un mar
de escaleras mecánicas que suben y bajan con una lentitud extrema, con una
rutina desesperante, paciente, imperturbable, transportando a los inmutables
pasajeros que se dejan llevar por ellas en su imparable y repetitivo transitar,
sin descanso, sin tregua alguna posible, ajenas a la carga que transportan,
como escalonados caballos de metal.
Simultáneamente, sin descanso,
desde el alba hasta el ocaso, emergen desde esas profundidades hasta la
superficie, en busca de la luz y del constante, frenético y agitado mundo donde
las gentes se incorporan a la exaltada y vibrante actividad que reina en las
convulsas calles, donde apenas unos espacios mínimos se han cedido a los
viandantes a costa de entregar el resto a los automóviles que se han erigido en
dueños y señores de la colmena, donde se hacinan millones de seres humanos, en
una irreconocible mezcla de seres vivos y máquinas metálicas, que con una
frecuencia fija y constante, conceden un pequeño respiro a los peatones con el
objeto de que a través de un espacio mínimo crucen sus dominios de un lado al
otro de una calle que sufre el maltrato de unos y otros las veinticuatro horas
del día.
Mientras tanto, en el interior
de las catacumbas mecanizadas del siglo XXI, los trenes de viajeros se mueven
por las oscuras galerías en busca de las estaciones donde los habitantes de las
cavernas de hoy en día, esperan su llegada, para ávidamente penetrar en sus
entrañas, al tiempo que descienden los viajeros procedentes de cualquier rincón
de una ciudad subterránea que apenas descansa.
Contemplar a los ocupantes de
estos vehículos de los sótanos profundos de las modernas ciudades, es llevar a
cabo un viaje alrededor del mundo. Ciudadanos de todas las nacionalidades,
razas y procedencias, ocupan sus lugares, aferrados a las barras para mantener
la difícil verticalidad en un medio donde los movimientos del tren y los
empellones a veces continuos debidos a la masificación, tienden a desplazar a
sus ocupantes, mientras los afortunados viajeros que ocupan los contados
asientos, disfrutan del cómodo viaje que ellos los deparan.
Observar a los pasajeros, es
una distracción más para quién no tiene prisa alguna y siente curiosidad por
contemplar sus gestos, sus movimientos y sus actitudes durante el viaje.
Absortos en sus pensamientos, mirando a un punto fijo o curioseando a su vez a
otros compañeros de viaje o ensimismados en el artefacto tecnológico que
mantienen en su mano, leyendo en un libro electrónico o en el clásico de papel,
escuchando música, charlando con su acompañante, hablando por el móvil, o el
grupo de jóvenes que sujetos a los amarres del techo, se disponen en círculo
charlando y sonriendo abiertamente, proporcionando con ello un toque de algazara y júbilo dichoso que llena de una
alegre y gozosa luz las oscuras entrañas de la ciudad.
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