jueves, 3 de julio de 2014

LA PENURIA QUE NOS ES AJENA

Vivimos en una sociedad tan absorbente, tan tendente al individualismo, a la cerrazón personal, inmersos en nuestro propio y exclusivo círculo cada vez más reducido a nosotros mismos, a nuestros problemas y a los que nos rodean, que no vemos más allá de nuestras interesadas y egocéntricas circunstancias, encerrados como estamos en nuestro rico mundo interior, absortos en nuestra propia y exclusiva contemplación, rodeados de una tecnología que no obstante nos mantiene en una comunicación permanente y obsesiva con quienes integran nuestra agenda personal, generalmente reducida, pero intensa en cuanto a su capacidad de movimiento incesante que no obstante, es como el árbol que no nos deja ver el bosque, incapaces como nos mostramos de reconocer a quienes conviven cerca de nosotros, con los que apenas nos cruzamos un hola y un adiós, si es que nos damos la oportunidad de mostrarnos así de afables por el hecho de encontrarnos con ellos en el portal de nuestro edificio o en las escaleras, lugares no muy apropiados para el contacto y la charla amable, dificultando así aún más la remota posibilidad de estrechar unas relaciones vecinales que se antojan harto complicadas.
Y así nos encontramos con frecuencia con noticias que nos sorprenden por uno u otro motivo, pero que en todo caso nos conmocionan y llenan de desconcierto, cuando sabemos de algún conocido del que seguramente hace mucho tiempo no teníamos noticias, y cuyas nuevas nos llenan de asombro y de una extrañeza que nos parece irreal, cuando en realidad dicho pasmo que tanto estupor nos causa no debería extrañarnos debido al tiempo que hace que no mantenemos contacto alguno y al hecho de que nos habíamos despreocupado completamente de todo cuanto rodea sus vidas y haciendas, por lo que solamente cuando reflexionando llegamos a la conclusión de que ni nos hemos citado con ellos desde hace años, ni preocupado ni mucho menos interesado en ellos, por lo que cualquier noticia constituirá una novedad.
En una reunión de la comunidad de vecinos a la que asistí, en la que se trataron temas diversos, y que como en la mayoría de de dichas reuniones la posibilidad de entendimiento, de serio, y clarificador debate, así como de una clara y razonable expresión de ideas, suele adolecer de estas deseadas y lógicas características que no suelen darse casi nunca, se llevó a cabo la votación para pasar una derrama con el objeto sufragar un determinado gasto que la comunidad necesitaba afrontar. Una vez conocido el montante de dicho gasto y repercutido proporcionalmente a cada vecino, una señora que lleva como yo más de treinta años en el mismo edificio, ella en el bajo y  yo en el segundo piso, manifestó que ella podría aportar en este momento los veinte euros de la derrama, pero que no podría hacer ningún esfuerzo económico extra más, pues su marido que está jubilado, cobra setecientos euros, con los que se mantiene la familia.
Una vez terminada la reunión, nos quedamos algunos vecinos y hablando, esta señora nos dijo que este invierno pasado, ella y su familia habían pasado frío en la casa al no poder poner apenas la calefacción, pues no podían pagar el coste que ello suponía. Penoso el caso de esta familia, que convive con el resto de los vecinos desde hace muchos años y que es el perfecto ejemplo de lo que está sucediendo en este País, donde tanta gente, que a veces vive en la puerta de al lado o en el piso de arribo o de abajo, sufre de unas penurias que desconocemos o que no queremos ver y que sufren en un silencio que no nos disculpa de ninguna manera, y que solo la ominosa incomunicación, es capaz de justificar.

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