No puedo evitar, ni intento
disimular, pese a mi galopante agnosticismo, una cierta simpatía, acompañada de
una indudable atracción, hacia ese cura argentino que reina y gobierna en el
País más pequeño del mundo, apenas unos pocos kilómetros cuadrados, pero cuya
población se extiende por medio Planeta y que ostenta ni más ni menos que la
silla de Pedro, el primero de la estirpe de cuantos Papas han pasado por el
Vaticano desde hace ya dos milenios, que ha escogido el nombre de Francisco,
nombre común y vulgar donde los haya, a imagen y semejanza de quien lo ostenta,
un Sumo Pontífice al que parecen quedarle excesivamente grandes tantos títulos,
tantos honores, tanta majestad y tanto boato, como al que nos tiene
acostumbrados la corte papal, envuelta en unos ceremoniales plenos de una
ostentación, fastuosidad y lujosa pompa, de la que ahora parece renegar este
Papa, tan peculiar, tan distinto, tan de andar por casa.
Con ese aspecto tan diferente a
la mayestática gravedad a la que nos tenían acostumbrados los anteriores
inquilinos de la Santa Sede, me recuerda a los curas de pueblo de antaño, con
incipiente barriga, andares desenvueltos, prestos a la ágil y desenfadada
zancada, con la eterna sonrisa que le caracteriza y con una expresión siempre
afable en su rostro, siempre dispuesto a una frase amable y cordial,
despertando simpatías por doquier, incluso entre gente como yo, pese a las
reticencias y a las disensiones de fondo que mantengo, absolutamente firmes y
que mantendré de por vida con todo lo que Francisco representa, no puedo dejar
de admirar la capacidad que por ahora manifiesta este hombre por intentar un
cambio, por leve que sea, aunque se limite, como estoy convencido, a aspectos
meramente formales, ya que más allá, dudo mucho que le dejen, ya que una
institución que lleva inamoviblemente pétrea desde hace dos mil años, no la va
a cambiar ahora un Papa por muy campechano, bonachón y próximo a la gente que se
manifieste como lo está haciendo Francisco, y que dudo tenga continuidad en
quienes en un futuro le sucedan.
En una de las audiencias que
concedió, recibió al Rey, con el que bromeó, sonriente y simpático como
acostumbra, y al que a la entrada de una estancia, en la puerta, le cedió el
paso su invitado, ante lo cual, Francisco, acompañándose de un gesto con la
mano, le dijo: no, no, primero los monaguillos, en una de esas expresiones y
esos gestos que le caracterizan y que hacen que se gane a la gente, ante la
contemplación de un Papa, que no lo parece, que no se muestra como solían, que
es sudamericano, nacido Argentino, que habla español y derrocha una sencillez,
una espontaneidad y una afable y natural cordialidad, que está sorprendiendo a
propios y extraños, ante lo cual, no puedo sino aplaudir, pese a los recelos y
las reservas que mantengo, pero que son de otro orden, donde nada cambiará,
aunque lo intente, pero que no son obstáculo para aplaudir esa amable sencillez
que no parece fingimiento, sino una convicción que le honra y le dignifica, y
así, pese a todo cuanto nos separa, dispuesto estoy a reconocérselo.
Y ya que de monaguillos
hablamos, confieso que fui del oficio en mis infantiles años, en el pueblecito
segoviano donde nací, en Duruelo, al lado, de Cerezo de Abajo, de Duratón, de
Tanarro, de Perorrubio, no lejos de Sepúlveda, ejerciendo como tal y ganándome
mis dos buenas pesetas si estaba sólo yo ayudando a misa o una peseta si éramos
dos los que asistíamos al cura. Cuando me fui a Muñoveros, también de Segovia,
siendo aún un chiquillo, el cura, el inefable don Basilio – genio y figura, con
un carácter y un temperamento de mil demonios que le llevaba a interrumpir la
misa y a gritar a los feligreses para que se callasen - me quiso fichar para la profesión, y
aconteció que durante las negociaciones, le pregunté cuanto pagaba por ayudar a
misa, a lo cual respondióme que era oficio de ángeles, por lo que deduje que no
tendría paga, así que dando por terminadas las susodichas conversaciones
contractuales e invitando a los ángeles a que continuaran con su gratuita labor,
di por finiquitada mi corta profesión de monaguillo que ya nunca volví a
ejercer en un futuro en el que tampoco me prodigué mucho en cuanto a asistir a
misa se refiere.
Quién sabe, si alguna vez paso
por Roma, quizás me gustaría comentarle a Francisco la anécdota que acabo de
relatar. Seguro que me miraría con esa amplia sonrisa que él exhibe con tanta
frecuencia y con un marcado acento argentino, me diría: che viejo, yo te
contrato de nuevo, y aunque no puedo pagarte, pues estamos en crisis, te
aseguro que tendrás a perpetuidad la preferencia absoluta a la hora de
franquear la entrada a cualquiera de las numerosa dependencias de mi palacio.
Los monaguillos, primero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario