martes, 1 de julio de 2014

LOS MONAGUILLOS PRIMERO

No puedo evitar, ni intento disimular, pese a mi galopante agnosticismo, una cierta simpatía, acompañada de una indudable atracción, hacia ese cura argentino que reina y gobierna en el País más pequeño del mundo, apenas unos pocos kilómetros cuadrados, pero cuya población se extiende por medio Planeta y que ostenta ni más ni menos que la silla de Pedro, el primero de la estirpe de cuantos Papas han pasado por el Vaticano desde hace ya dos milenios, que ha escogido el nombre de Francisco, nombre común y vulgar donde los haya, a imagen y semejanza de quien lo ostenta, un Sumo Pontífice al que parecen quedarle excesivamente grandes tantos títulos, tantos honores, tanta majestad y tanto boato, como al que nos tiene acostumbrados la corte papal, envuelta en unos ceremoniales plenos de una ostentación, fastuosidad y lujosa pompa, de la que ahora parece renegar este Papa, tan peculiar, tan distinto, tan de andar por casa.
Con ese aspecto tan diferente a la mayestática gravedad a la que nos tenían acostumbrados los anteriores inquilinos de la Santa Sede, me recuerda a los curas de pueblo de antaño, con incipiente barriga, andares desenvueltos, prestos a la ágil y desenfadada zancada, con la eterna sonrisa que le caracteriza y con una expresión siempre afable en su rostro, siempre dispuesto a una frase amable y cordial, despertando simpatías por doquier, incluso entre gente como yo, pese a las reticencias y a las disensiones de fondo que mantengo, absolutamente firmes y que mantendré de por vida con todo lo que Francisco representa, no puedo dejar de admirar la capacidad que por ahora manifiesta este hombre por intentar un cambio, por leve que sea, aunque se limite, como estoy convencido, a aspectos meramente formales, ya que más allá, dudo mucho que le dejen, ya que una institución que lleva inamoviblemente pétrea desde hace dos mil años, no la va a cambiar ahora un Papa por muy campechano, bonachón y próximo a la gente que se manifieste como lo está haciendo Francisco, y que dudo tenga continuidad en quienes en un futuro le sucedan.
En una de las audiencias que concedió, recibió al Rey, con el que bromeó, sonriente y simpático como acostumbra, y al que a la entrada de una estancia, en la puerta, le cedió el paso su invitado, ante lo cual, Francisco, acompañándose de un gesto con la mano, le dijo: no, no, primero los monaguillos, en una de esas expresiones y esos gestos que le caracterizan y que hacen que se gane a la gente, ante la contemplación de un Papa, que no lo parece, que no se muestra como solían, que es sudamericano, nacido Argentino, que habla español y derrocha una sencillez, una espontaneidad y una afable y natural cordialidad, que está sorprendiendo a propios y extraños, ante lo cual, no puedo sino aplaudir, pese a los recelos y las reservas que mantengo, pero que son de otro orden, donde nada cambiará, aunque lo intente, pero que no son obstáculo para aplaudir esa amable sencillez que no parece fingimiento, sino una convicción que le honra y le dignifica, y así, pese a todo cuanto nos separa, dispuesto estoy a reconocérselo.
Y ya que de monaguillos hablamos, confieso que fui del oficio en mis infantiles años, en el pueblecito segoviano donde nací, en Duruelo, al lado, de Cerezo de Abajo, de Duratón, de Tanarro, de Perorrubio, no lejos de Sepúlveda, ejerciendo como tal y ganándome mis dos buenas pesetas si estaba sólo yo ayudando a misa o una peseta si éramos dos los que asistíamos al cura. Cuando me fui a Muñoveros, también de Segovia, siendo aún un chiquillo, el cura, el inefable don Basilio – genio y figura, con un carácter y un temperamento de mil demonios que le llevaba a interrumpir la misa y a gritar a los feligreses para que se callasen -  me quiso fichar para la profesión, y aconteció que durante las negociaciones, le pregunté cuanto pagaba por ayudar a misa, a lo cual respondióme que era oficio de ángeles, por lo que deduje que no tendría paga, así que dando por terminadas las susodichas conversaciones contractuales e invitando a los ángeles a que continuaran con su gratuita labor, di por finiquitada mi corta profesión de monaguillo que ya nunca volví a ejercer en un futuro en el que tampoco me prodigué mucho en cuanto a asistir a misa se refiere.
Quién sabe, si alguna vez paso por Roma, quizás me gustaría comentarle a Francisco la anécdota que acabo de relatar. Seguro que me miraría con esa amplia sonrisa que él exhibe con tanta frecuencia y con un marcado acento argentino, me diría: che viejo, yo te contrato de nuevo, y aunque no puedo pagarte, pues estamos en crisis, te aseguro que tendrás a perpetuidad la preferencia absoluta a la hora de franquear la entrada a cualquiera de las numerosa dependencias de mi palacio. Los monaguillos, primero.

No hay comentarios: