No se puede negar que el sano y por
qué no, bien entendido cotilleo, constituye un excelente ejercicio para mejorar
la capacidad crítica personal, así como la buena relación de cuantos integran
el grupo que dedican parte de su preciado tiempo a tan lúdico y desahogado
menester, pues tan sagaz y mordaz actividad, acostumbra a dejar en el
participante una placentera y relajante sensación que le acompañará, cuando con
fruición mal disimulada, recuerde esos deliciosos, malignos y pérfidos momentos,
dedicados por entero a desbrozar primero, a desmembrar después, para finalmente
destrozar los restos de lo que hubiera podido quedar del ignorante e infortunado
sujeto de los chismorreos y murmuraciones habidas, ajeno por completo a los
ácidos y malintencionados juicios que sobre él se emiten, en lo que constituye
una entretenida y gratificante actividad practicada por una ingente cantidad de
contertulios, que generalmente tenderán a negar tan vulgares debates, como si
de si de una mala praxis se tratase, cuando en realidad suelen obtener un alto
grado de una satisfacción inconfesable.
Tradicionalmente se ha asignado a
las féminas el dudoso honor de liderar las sabias artes del cotilleo,
atribuyéndoles estos menesteres cada vez que se reúnen dos o más de ellas, como
si indefectiblemente ello supusiera que el destino final y único fuera el de
practicar la rumorología maledicente, como si no tuviesen otros intereses que
los de estar pendientes del resto, de los demás, como si no tuviesen vida
propia y se dedicaran a interferir en la de los demás, haciendo honor a la
rumorología, arte singular donde los haya, que no necesita de preparación
alguna, ni de sofisticadas técnicas en cuanto a la formación, recopilación de
datos y oratoria alguna, pues basta con impregnarlo todo de una cierta maldad,
remozada con una pizca de depravada vileza, y aderezado todo ello con un punto
de fina crueldad, que cause el efecto deseado, que no es otro que el de auto
satisfacer el ego personal, a costa de la vida de los demás, sin que no
obstante ello suponga necesariamente desear un mal, una adversidad o un
infortunio ajeno, sino el placer, el agrado y la complacencia propias que
experimenta el autor del chisme, la patraña o el bulo más o menos vil.
Pero no es cierto que el cotilleo
sea un arte cuya práctica sea atribuible en exclusiva a las mujeres, ya que a
los hombres nos encanta igualmente el chismorreo, que sin duda practicamos con
más frecuencia de lo que parece, lo que sucede es que somos quizás menos
previsibles, le ponemos menos entusiasmo y lo llevamos a cabo de una manera más
fría y menos impulsiva, pero no por ello dejamos de practicar la misma afición
de despotricar sobre los demás, en un acto de descarga emocional descontrolada
que tiende a cargar sobre la víctima propiciatoria, todas las culpas, todos los
defectos y todos los exabruptos que se nos puedan ocurrir, sin reparar
demasiado en su veracidad, pues el cotilleo no se detiene a pensar en lo justo
de su discurso, sino que más bien tiende a tergiversar y a trastocar los hechos,
sacrificando la verdad a nuestros más primitivos y desaforados impulsos, que
sin duda se practica desde los orígenes de la humanidad.
Hasta los políticos, y son mayoría
los del sexo masculino, disfrutan con ello cuando se encuentran ejerciendo su
labor en el escaño, donde no es nada infrecuente pillarles en pleno cotilleo,
con una sonrisa de oreja a oreja, aplicándose la mano en la boca para que un
micrófono que creían apagado no les traicione como ocurre con frecuencia, o
cuando les sorprenden tableta en mano ojeando algún desnudo, algún chisme o el
último cotilleo en las revistas que viven de estos bajos, vulgares y siempre
lúdicos menesteres.
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