martes, 23 de septiembre de 2014

EL DISCRETO ENCANTO DEL COTILLEO

No se puede negar que el sano y por qué no, bien entendido cotilleo, constituye un excelente ejercicio para mejorar la capacidad crítica personal, así como la buena relación de cuantos integran el grupo que dedican parte de su preciado tiempo a tan lúdico y desahogado menester, pues tan sagaz y mordaz actividad, acostumbra a dejar en el participante una placentera y relajante sensación que le acompañará, cuando con fruición mal disimulada, recuerde esos deliciosos, malignos y pérfidos momentos, dedicados por entero a desbrozar primero, a desmembrar después, para finalmente destrozar los restos de lo que hubiera podido quedar del ignorante e infortunado sujeto de los chismorreos y murmuraciones habidas, ajeno por completo a los ácidos y malintencionados juicios que sobre él se emiten, en lo que constituye una entretenida y gratificante actividad practicada por una ingente cantidad de contertulios, que generalmente tenderán a negar tan vulgares debates, como si de si de una mala praxis se tratase, cuando en realidad suelen obtener un alto grado de una satisfacción inconfesable.
Tradicionalmente se ha asignado a las féminas el dudoso honor de liderar las sabias artes del cotilleo, atribuyéndoles estos menesteres cada vez que se reúnen dos o más de ellas, como si indefectiblemente ello supusiera que el destino final y único fuera el de practicar la rumorología maledicente, como si no tuviesen otros intereses que los de estar pendientes del resto, de los demás, como si no tuviesen vida propia y se dedicaran a interferir en la de los demás, haciendo honor a la rumorología, arte singular donde los haya, que no necesita de preparación alguna, ni de sofisticadas técnicas en cuanto a la formación, recopilación de datos y oratoria alguna, pues basta con impregnarlo todo de una cierta maldad, remozada con una pizca de depravada vileza, y aderezado todo ello con un punto de fina crueldad, que cause el efecto deseado, que no es otro que el de auto satisfacer el ego personal, a costa de la vida de los demás, sin que no obstante ello suponga necesariamente desear un mal, una adversidad o un infortunio ajeno, sino el placer, el agrado y la complacencia propias que experimenta el autor del chisme, la patraña o el bulo más o menos vil.
Pero no es cierto que el cotilleo sea un arte cuya práctica sea atribuible en exclusiva a las mujeres, ya que a los hombres nos encanta igualmente el chismorreo, que sin duda practicamos con más frecuencia de lo que parece, lo que sucede es que somos quizás menos previsibles, le ponemos menos entusiasmo y lo llevamos a cabo de una manera más fría y menos impulsiva, pero no por ello dejamos de practicar la misma afición de despotricar sobre los demás, en un acto de descarga emocional descontrolada que tiende a cargar sobre la víctima propiciatoria, todas las culpas, todos los defectos y todos los exabruptos que se nos puedan ocurrir, sin reparar demasiado en su veracidad, pues el cotilleo no se detiene a pensar en lo justo de su discurso, sino que más bien tiende a tergiversar y a trastocar los hechos, sacrificando la verdad a nuestros más primitivos y desaforados impulsos, que sin duda se practica desde los orígenes de la humanidad.
Hasta los políticos, y son mayoría los del sexo masculino, disfrutan con ello cuando se encuentran ejerciendo su labor en el escaño, donde no es nada infrecuente pillarles en pleno cotilleo, con una sonrisa de oreja a oreja, aplicándose la mano en la boca para que un micrófono que creían apagado no les traicione como ocurre con frecuencia, o cuando les sorprenden tableta en mano ojeando algún desnudo, algún chisme o el último cotilleo en las revistas que viven de estos bajos, vulgares y siempre lúdicos menesteres.

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