Son ya, y no lo parecen, setenta
y cinco años los que median entre la muerte de nuestra más grande y sublime
poeta, Antonio Machado, autor del verso que encabeza estas líneas,
perteneciente a su vibrante poema la España de charanga y pandereta, cuyos
versos, millones de veces replicados y cantados desde entonces por los amantes
del Poeta, por cantantes de canciones y cantares que siguen poblando los campos
de su amada Andalucía dónde nació, de su Castilla dónde residió y vivió sus dos grandes amores, Leonor y Pilar,
Guiomar, y dónde ejerció de profesor en Soria y Segovia, así como en Baeza,
lugar en el que se conserva intacta la encantadora aula dónde enseñó a sus
alumnos, que parece conservar su sutil y delicada presencia, como si por ella
no hubiese transcurrido el tiempo y se hubiera detenido para siempre, convirtiendo
en efímero, el ya pasado.
Y después de tanto tiempo, esta
España a la que tanto cantó y a la que tantos versos dedicó, las más de las
veces impregnados de una serena y crítica añoranza, aderezados con una melancolía,
que era más bien el reflejo de una pesadumbre, de una soledad existencial que
experimentaba al contemplar a una España desgarrada, dividida y estancada en
sus más férreas y ancestrales tradiciones y costumbres, a veces bárbaras, a
veces desgarradoramente humanas, impregnadas de una fanática y absorbente
religiosidad, que la alejaban del progreso y de la cultura, empeñada una y otra
vez en desgarrarse a sí misma, en negarse a la apertura de las mentes de las
gentes, a una convivencia en paz y libertad y a integrarse en la civilización
occidental a la que sin duda pertenecía.
La España de charanga y
pandereta, devota de Frascuelo y de María, la España inferior que ora y embiste
cuando se digna usar la cabeza. Así la describía Machado, y pese al tiempo ya
pasado, casi cien años desde que escribió estos atribulados versos, apenas nada
parece haber cambiado, como si el tiempo se hubiera detenido, como si no hubiera
tenido tiempo de experimentar una transformación necesaria en un País donde el
carácter de las gentes y las ancestrales costumbres se mantienen incólumes, como
si hubiese sufrido un proceso de paralización social y humano, que impidiera
que cualquier cambio, cualquier manifestación dirigida hacia la modernidad en
todos los órdenes, hubiera sido
desechado para siempre en aras de mantener una España distinta, distante y
desafiante ante una Europa que ve cómo somos el único País que mantiene
costumbres, maneras y tradiciones impropias del siglo en que vivimos.
Cómo entender que en un País,
donde hay tres millones de niños que pasan hambre, donde la cifra de parados
llega a los cinco millones y existen millón y medio de familias en la que todos
sus integrantes están desempleados, se sigan celebrando abundantes y largas fiestas
a lo largo y ancho de todo el territorio nacional, con unos enormes gastos, sin
que su presupuesto apenas se haya reducido, ni se hayan acortado los muy
acostumbrados siete días de jolgorio y desenfreno, fiestas basadas casi siempre
en la violenta y mal llamada fiesta nacional, con el agravante de que donde lo
han intentado, se han producido en ocasiones auténticos levantamientos
populares en contra de dicha decisión.
Cómo comprender, que los
jóvenes, pese al tremendo paro juvenil existente, o quizás, por este motivo, en
lugar de llenar las bibliotecas y los museos, se dediquen los fines de semana a
la cultura del botellón, en un acto injustificable, donde la búsqueda de la
cultura brilla por su ausencia, en un País que sigue manteniendo un aire de un
insoportable folclorismo, vulgar e
inculto, que continúa campando por sus respetos y que se manifiesta en grupos y
artistas cutres y barriobajeros, cuyas letras denotan una falta de cultura y
buen gusto alarmantes, donde continuamos almorzando a las tres, cenando a las
once y desayunando frugal y conventualmente, para al final hacer más horas que
cualquier trabajador europeo, pero con la contrapartida de una menor producción
según citan las encuestas de la Comunidad Europea.
Un País que continúa siendo
fiel a aquella denostada y malévola sentencia de que inventen ellos, donde la
investigación siempre está en pañales y donde España, que es uno de los mayores
productores de automóviles del mundo, no posee ni una sola marca propia, y
donde sólo parece que se vele y confíe en el turismo de playa y los pasos de
una semana santa que durante siete días al año y en todo el País, parece gozar
de una patente de corso para ocupar las calles, en una aparente demostración de
fervor religioso, muy lejos de una realidad social que se mantiene al margen de
una iglesia católica, injustificadamente sostenida por el Estado, y que
continúa omnipresente en un claro desafío a una sociedad que cada vez más la
rechaza.
Desafíos todos estos que
mantienen a nuestros compañeros de viaje europeos con un continuo gesto de
sorpresa y extrañeza, que los divierte y asombra al mismo tiempo, que resultan
inverosímiles a estas alturas, y que a Antonio Machado, si ahora retornara a
los Campos de Castilla y a su Andalucía natal, le daría la impresión de que en
poco o nada hemos cambiado pese al tiempo transcurrido.
Más otra España nace / la
España del cincel y de la maza / con esa
eterna juventud que se hace / del pasado
macizo de la raza – Antonio Machado -
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