A comienzos
del siglo XX, un maestro de escuela cobraba mil pesetas, cifra con la que
malvivía en aquellos tiempos, y que con el paso de los años apenas mejoraría.
Yo mismo, en el año mil novecientos setenta y tres, es decir, setenta años
después, cobré mi primer sueldo, en una caja de ahorros de Segovia, y en
metálico, la increíble cantidad de once mil pesetas, con lo que el incremento
al cabo de tantos años, no fue de ninguna manera considerable, sino más bien
escasa, mínima, miserable, y así continuaron las cosas hasta años más tarde,
con la democracia ya iniciada, en que parece ser que se empezaba a reconocer la
labor de los enseñantes, en un País, donde no parecía reconocérseles más que el
hecho de que tuviesen a los niños retenidos en la escuela, sin dar guerra en
casa, y aprendiendo las cuatro reglas, pues al fin y al cabo qué les iba a
enseñar un pobre maestro de primera enseñanza – así reza la expedición de mi
título – ya que, en definitiva, poco más sabía él o ella, maestro o maestra,
que además, según la malvada tradición popular, el que sabe, sabe, y el que no,
para maestro.
Fueron
muchos los maestros represaliados durante y después de la guerra civil, cuando
eran denunciados porque tenían ideas en exceso liberales, de izquierdas,
incluso contrarias a la religión católica, y que por ello, según siempre oí, la
profesión de maestro de escuela quedó denigrada a perpetuidad durante la
dictadura, quedando marcados los maestros como personas non gratas, a las que
desde entonces se les castigó con sueldos de miseria que apenas les daban para
vivir, desterrados en aldeas y pueblos apartados en rincones de la geografía
española, adonde la civilización apenas había llegado, donde las gentes del
pueblo solían llevarle algún alimento para que pudiera sobrevivir, tal como yo
puede ver con el maestro del pueblo donde nací, que recibía algún pan, chorizo
y otros procedentes de la matanza.
Lo recuerdo, presidiendo la
humilde, caldeada y silenciosa escuela, el viejo maestro, D. Teófilo, con una
manía perenne, tocándose un diente que le molestaba y que seguramente no podría
extraérselo un sacamuelas de entonces, porque su sueldo no le daría para tanto,
murmurando la frase “este jodío diente”, sentado en su sencilla mesa de madera,
con aspecto venerable y bonachón, con un aire entre doliente y melancólico, procedente
de Dios sabe dónde, dictando a sus respetuosos discípulos y mirando de vez en
cuando a través de las empañadas ventanas, con un libro en la mano. A un lado
de la mesa el globo terráqueo y al otro la voluminosa y erudita Enciclopedia
Álvarez, compendio de todo el saber de aquellos tiempos, que junto con el
omnipresente catecismo, un cuaderno de rayas,
otro de caligrafía y las tablas de multiplicar, constituían, junto con
el lápiz, la goma de borrar y la caja de pinturas, todo el material escolar
necesario para seguir las clases, cantando las tablas de multiplicar, recitando
versos de algún poeta permitido entonces, o leyendo las Cien Figuras Españolas,
siempre presente en la escuela de aquel entonces.
Es una profesión hermosa como
pocas, que marca para siempre a quién como yo, tuvo la suerte de ejercerla
durante muchos años, tanto en pueblecitos de la provincia de Segovia, como en
la ciudad donde resido, y que ahora, al cabo de tanto tiempo, y gracias a las
redes sociales, multitud de antiguos alumnos me han localizado, dado el hecho
de que yo participo activamente en ellas, y así, haciéndome visible, le han
pedido amistad al profesor que tuvieron antaño, del que la mayoría se acuerdan
con sumo agrado y con unas demostraciones de cariño y agradecimiento que me
halagan y me abruman al mismo tiempo, consiguiendo así, que después de
bastantes años, hayamos vuelto a la escuela, ahora virtual, pero que nos
permite recordar aquellos irrepetibles años.
Y así, van apareciendo
fotografías, que nos retrotraen a un pasado que a todos nos agrada recordar,
cuando tanto ellos como yo, éramos bastante más jóvenes, lo que no impide que a
la mayoría los recuerde, bien por la foto, bien por el apellido. Siguen
llamándome D. José, se lo recrimino y me dicen que ellos siempre me llamarán
así, porque así lo hicieron en du día, y porque así lo desean. Me obligan a
recordar cuando me citan alguna salida, alguna excursión, algún viaje de fin de
curso, y ya de paso, me describen las manías que tenía y que en esta profesión
suelen ser muy habituales, muy de andar por casa, y nos reímos. Les Pido
disculpas si a alguno le tuve que dar algún cachete, algún grito, algún castigo
excesivo y me responden, ahora que muchos de ellos ya son padres, que de eso
nada, que a ellos nunca actué con ellos así, y que precisamente hoy, lo que
falta es un poco más de autoridad por parte del profesor, más disciplina y más respeto
hacia la figura del maestro.
Bien poco imaginábamos entonces,
que nos íbamos a reunir de nuevo maestros y alumnos gracias a las redes
sociales. Bienvenidas sean, porque han unido de nuevo a aquellos jóvenes y a
este maestro. Ni ellos ni yo podíamos imaginar este escenario donde recreamos aquellas
inolvidables escenas vividas juntos, donde este agradecido maestro tuvo la
suerte de enseñar lo poco que sabía a unos alumnos hoy agradecidos. Gracias
inmensas les doy por ello, y a la vida, que me dio la ocasión única e impagable
de enseñar, de ilustrar, de abrilres los ojos al conocimiento.
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